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Esta es la tapa virtual

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Diario y Capítulo 1

 Diario de Moira. Ashram de Sri Ramana Maharshi


7 de enero de 1983, por la noche


   Ya hace un año que estoy en la India. ¡Un año!

   Es increíble, no puedo creer que haya pasado un año… Es tanto lo sucedido, tantas las vivencias, que podría pensar que hace mucho más.

   Desde que llegué a este ashram* empecé a sentir que debía escribir un diario. Y como aquí no podía comprar un cuaderno, aproveché que ayer un grupito iba a alquilar un taxi para ir a Tiruvannamalai y viajé con ellos. Son todos occidentales, con excepción del infaltable Hanuman, quien no se nos despega y se apunta en todo lo que hagamos. El motivo del paseo era que todos querían comprar cosas y cenar en un restaurante. 

   El taxi nos dejó en pleno centro y allí nos separamos, haciendo una cita para dos horas más tarde. Está haciendo mucho calor, a pesar de que son los meses invernales, así que estuve evitando el sol tanto como pude. 

   Tiruvannamalai es una ciudad muy antigua, construída a partir del siglo IX o antes, y como casi todas las ciudades de la India, con mucha pobreza y mucha gente, aunque al ser pequeña el caos es menor. Mientras caminaba por sus calles distinguía las torres del templo y en el fondo los montes. 

   Fue dificíl hacerme entender, porque nadie con quien me topaba hablaba inglés, pero finalmente descubrí una tienda cuyo dueño lo hablaba y pude comprar el cuaderno, uno apaisado, con tapas de color verde. Me tenté y compré también algunas delicias comestibles, como bizcochos y dulces, porque la comida en el ashram es un poco monótona.  

   Y ahora estoy en la primera página… Necesito escribir lo que me ha estado sucediendo en las últimas semanas, sino después lo voy a olvidar.


   Comenzaré por escribir que estoy en el ashram de Bhagavan Sri Ramana Maharshi desde el tres de enero. Ocupo una pequeña pero cómoda habitación, que da a un patio empedrado.  

   Pero estoy muy poco en mi habitación: paso las horas meditando en el antiguo salón de Sri Ramana. Era su lugar preferido para recibir a los devotos, el lugar donde daba darshan*. 

   Allí hay un diván sobre el cual el Maharshi solía sentarse o recostarse, y ahora, en vez de él, hay un enorme retrato suyo que lo muestra recostado sobre ese mismo diván. ¡El retrato puesto sobre el diván!...  En Occidente no se nos ocurriría hacer algo así, pero en la  India todo es diferente.   

   No dudo, como todos dicen, que la energía de Sri Ramana sigue aquí... Es poderosa: una energía vasta y suave, profunda y silenciosa, que me empuja a un estado de absorción apenas me siento, como si no fuese únicamente el retrato de Bhagavan el que está allí, sino él en persona. 

   Esa paz y ese silencio, que todos los que lo conocieron declaraban sentir en su presencia, se percibe en todos los espacios del ashram, aunque particularmente y con más intensidad en ese salón. Paso casi todas mis horas allí, meditando.

   No me gusta en cambio el enorme salón donde está su tumba, con una estatua puesta encima que muestra a Sri Ramana sentado. Es un salón inmenso y tiene todo el aspecto de un mausoleo, con grandes columnas oscuras y mármol o granito por todos lados.


   Tendría que escribir por qué vine aquí, aunque… tendría que escribir tantas cosas. Quizás todo lo que me ocurrió en la India desde que llegué. Pero eso sería demasiado. Viví demasiadas cosas... Tendría que pasar horas escribiendo. 

   Es más fácil recordar… Y escribir únicamente lo que me pasa ahora.

   Sí… Prefiero recordar… Los recuerdos, a veces, aparecen con imágenes en colores y hasta con sonidos, y siento de nuevo lo que sentí durante esos momentos. 

   Y creo que esos recuerdos, al revivirlos, se afirman en la memoria.

   Sí, eso es lo que voy a hacer: cada noche,  antes de dormirme, voy a recordar.

   Recordar, por ejemplo, mi llegada a la India y las primeras semanas… 



Capítulo 1


La llegada a Delhi.  Asombro, incomodidades, lenta adaptación…

  

 El primer encuentro con India fue muy distinto a lo que esperaba: estupor, asombro, desconcierto… Tanto tiempo soñando con ese país… y los primeros días fueron abrumadores. Sentí algo parecido al horror.

   Es cierto que traía en mí el cansancio del viaje y el jet lag*, pero eso sólo agravó mis sensaciones, muy genuinas, y que más tarde supe que le suceden a gran parte de los viajeros durante los primeros días. 

La pobreza sacude: montones de personas cuyo hogar es la calle y montones de mendigos, muchos de ellos mutilados. Los olores fuertes, mezclados, contradictorios: olores a desechos mezclados con aromas de mirra y sándalo. Y el aire enrarecido por la contaminación, la neblina y el humo. 

Y siempre multitudes…, yendo y viniendo…, colgados de autobuses o a pie…, abriéndose paso entre las vacas sagradas y otros animales que deambulan…, cruzando peligrosamente las calles atiborradas de vehículos de todos los tamaños, que avanzan tocando sus bocinas. 

Y los innumerables vendedores, con sus puestos que muestran toda clase de mercancías… O los profesionales callejeros, como sacamuelas y peluqueros, con sus precarias y fugaces instalaciones…     

Todo eso era Delhi, la capital de la India: un abigarrado espectáculo humano, colorido, pleno de voces y de gritos, de música o sonidos estridentes, de aromas agradables o repulsivos, de belleza y espanto. 


    En la oficina de turismo del aeropuerto me habían recomendado un hotel que se ajustaba a mi presupuesto, el cual estaba en el viejo Delhi, en las inmediaciones del mercado más famoso y antiguo de la ciudad: Chandni Chowk.

   Este mercado era enorme y laberíntico, con innumerables tiendas que vendían de todo, desde toda clase de artesanías y ropa, hasta toda clase de artículos alimenticios. Allí compraba lo que fue mi alimento durante esos primeros días ‒mangos y bananas‒, porque desconfiaba de la comida que podrían servirme en los pequeños restaurantes y puestos callejeros: lo único sano y confiable eran las frutas. 

  Fue difícil adaptarme, porque todo el tiempo sucedía algo que me incomodaba. Por ejemplo, cuando no permití que limpiaran mi habitación en el hotel… 

  Todas las mañanas, las personas de la limpieza golpeaban mi puerta. Entonces yo me iba y los dejaba limpiando. Y siempre usaban para el aseo un fuerte desinfectante que dejaba un olor desagradable durante el resto del día, un olor que ni con sahumerios podía disimular. No era un hotel de lujo pero tampoco miserable. Tenía baño privado, las sábanas que me dieron el primer día estaban limpias... ¿Por qué ese producto de olor tan fuerte y desagradable?

  Una mañana no tuve ganas de salir y me negué a que entraran para limpiar. A los pocos minutos escuché la voz del encargado detrás de la puerta, insistiendo para que permitiera entrar a los limpiadores.  

 —Por favor, señora…, será mejor si limpiamos su habitación —insistió. 

  Le dije que no me sentía bien y que deseaba seguir durmiendo. Y me alegré por no tener durante ese día el olor a desinfectante en mi cuarto. 

  Lo que no esperaba era que iba a despertarme a mitad de la noche, rascándome con desesperación…  Prendí la luz y vi mi cama invadida por unos bichitos pequeños, de color oscuro: ¡chinches! 

  Entonces comprendí: el desinfectante, la insistencia del encargado... Era previsible, si observaba el entorno del hotel, la mugre general en calles y edificios… ¿Cómo mantener la higiene en medio de tanta basura?

  También fue un problema cuando el cuerpo me pidió algo más que mangos y bananas.  No sabía qué pedir en los restaurantes o en los puestos callejeros, y la  primera vez que pensé en comer algo de lo que esos puestos ofrecían (al menos estaba a la vista y podía saber qué clase de comida era),  vi al vendedor metiendo su brazo derecho hasta el codo en una fuente de guisado y usarlo para revolver, como si su brazo fuera un cucharón. 

  El asco que sentí me duró varios días, y continué con los mangos y las bananas, además del delicioso chai, un té con leche muy dulce y delicadamente especiado, con canela, cardamomo y otras especias, el cual bebía sin temor varias veces a lo largo del día. 

  Pero una vez vi, en un chai-shop*, una fuente con agua marrón donde lavaban las tazas. Enseguida me compré algunas tacitas de terracota en el Chandni Chowk y siempre llevaba una conmigo, pidiendo que me sirvieran el chai en ella. 

  Después de varios días comiendo solamente frutas, llegó al hotel una chica inglesa, Elizabeth, y gracias a su asesoramiento (ella venía por tercera vez a la India y sabía todo lo que hay que saber), empecé a comer en restaurantes. Fui a cenar con ella un par de veces y me explicó muchas cosas: de qué comida se trataba, qué había adentro, cómo pedir comida con poco picante… Y comprobé que en todo restaurante mínimamente respetable, los mozos o los dueños podían explicarme (en inglés) qué ingredientes había en las comidas y otros detalles. 

  También gracias a ella pude solucionar el tema del agua, la cual ‒según me habían informado‒ no era por lo general apta para el consumo y solía provocar todo tipo de enfermedades. Elizabeth me regaló dos sobres de cloro en polvo y un frasquito con gotero. Había que llenar el frasquito con agua y diluír una mínima cantidad de cloro en ella, y con apenas un par de gotas de ese preparado podría purificar el agua o cualquier bebida no envasada que la contuviera y que no estuviera hervida, como los batidos de fruta, que tienen hielo. 

 La ropa que había llevado me resultaba incómoda e inadecuada. Aconsejada por Elizabeth, se la regalé a los empleados del hotel y compré ropa más cómoda: pantalones flojos y anchos, y largas camisas que llegaban hasta mis rodillas, todo en fresco algodón de colores claros. También compré un par de chales, uno de ellos de abrigo, porque hacía  frío por las noches y por las mañanas. Sólo conservé un saco de lana, que me resultó muy útil en esos primeros días y que solamente volví a usar en contadas ocasiones, porque en la India ‒en casi todos los sitios y durante casi todas las estaciones‒ impera el calor, con excepción de los lugares montañosos.  

  Lamentablemente Elizabeth ya se iba, estaba en Delhi para tomar el avión, así que pude disfrutar muy poco de su compañía. Me había sentido un poco asustada y perdida durante los primeros días y ella disipó mis temores, asegurándome que a pesar del aparente caos todo funcionaba y que nada terrible podría pasarme: era sólo cuestión de acostumbrarse. Sin embargo, me sugirió no quedarme mucho más tiempo en Delhi: ese caos propio de una gran ciudad era menor en los lugares pequeños. Ella venía de pasar varios meses en un ashram y me dijo que en los ashrams todo es diferente. 

  Pero yo no estaba muy apurada por marcharme: necesitaba más tiempo para decidir adónde ir…


Incidentes insólitos y largos paseos: así era Delhi…


 Mis paseos me llevaban de un asombro al otro, porque casi todo era desconcertante, insólito, inaudito… No me sentía en otro país, me sentía en otro planeta. Y creía, después de haber visto al vendedor de comida usando su brazo a modo de cucharón, que nada iba a desconcertarme más que eso. Pero me equivocaba…

  Una tarde entré en una tienda de objetos varios: regalos, cerámica, estatuillas... En el primer momento no vi a nadie, la tienda parecía vacía… Y estaba empezando a mirar las mercancías,  que se amontonaban en los estantes detrás del mostrador, cuando desde el suelo una voz masculina me preguntó qué buscaba. 

  El hombre estaba tirado en el suelo, al costado del mostrador central, apoyando la cabeza en uno de sus brazos. Tenía cara de dormido, y levantó la cabeza apenas un poco para atenderme. Cuando le dije lo que buscaba me respondió que preguntara en la tienda contigua, porque ellos no lo tenían, y sacando el brazo que le servía de almohadón, dio media vuelta y volvió a acomodarse, cerrando los ojos con una sonrisa de placidez.

   Me llevó varios días no estallar en carcajadas cada vez que recordaba al tendero acostado en el suelo, atendiéndome desde allí. 


  Sí, en la India todo lo impensable y absurdo parecía suceder. Pero nada me sorprendió tanto como el incidente de la peluquería… 

  Había sido una siesta tórrida y al volver al hotel cansada y sudorosa, descubrí que no salía agua de la ducha. Los empleados me dijeron que tendría que esperar varias horas para que eso estuviera arreglado. 

  Me limpié el cuerpo con el agua del lavatorio, pero mis cabellos ‒largos y abundantes‒ también necesitaban un lavado y no iba a ser muy cómodo hacerlo en el pequeño lavabo. Pregunté en el hotel por una peluquería y me recomendaron una que no estaba lejos. 

  Era una peluquería normal, con los mismos objetos que se encuentran en un salón de belleza en mi país. Las peluqueras, unas chicas jóvenes, me recibieron con timidez. Nos comunicamos en un inglés mechado con señas por mi parte y con palabras que yo no entendía (posiblemente en hindi*) por la suya, y ellas supieron que solamente deseaba que me lavaran el cabello.

  Me senté… Una de las chicas colocó una toalla alrededor de mi cuello y acercó el recipiente de plástico ‒de altura regulable‒ a mi asiento. 

   Entonces vi que ella, en lugar de poner la palangana bajo mi nuca y echar mi cabeza atrás, ponía la palangana bajo mi barbilla e inclinaba mi cabeza hacia adelante. 

  La posición era terriblemente incómoda para mi rostro, pero estaba tan asombrada que no atiné a nada…  Además, ¿qué iba a hacer?...  ¿Iba a enseñarle cómo se lava la cabeza con ese tipo de palangana?... 

  Mientras ella, con gran delicadeza, lavaba mis cabellos, soporté con estoicismo el agua que chorreaba sobre mi pecho… No importaba: era una tarde calurosa. 

  Sin embargo, esas chicas, con sus saris* sencillos y sus dulces modales, eran tan agradables, que me fui de la peluquería con una sonrisa. 

  

  Recorría Delhi en todas direcciones, gracias a los rickshaws* y a los auto-rickshaws*. Y cuando me cansé de subirme a vehículos, me limité a caminar… 

  Caminaba mucho, entre la multitud de personas que siempre, a cualquier hora, transitaban por calles y callecitas. Los automóviles modernos escaseaban, pero en su lugar circulaban muchísimas bicicletas y motos, rickshaws y autos, camiones y autobuses. Los sonidos estridentes se superponían: bocinas, gritos, canto y música desde altoparlantes. Los rickshaws eran conducidos por hombres sudorosos, jóvenes o no tan jóvenes, que pedaleaban con esfuerzo para llevar a sus pasajeros. Los autobuses iban a menudo con las puertas abiertas, permitiendo así que algunos hombres viajaran casi colgados. 

  Parecía imposible que algo pudiera avanzar a través de la confusión de esas calles, y sin embargo lo hacían. Vehículos, gente, vacas..., todos se movían y avanzaban a pesar del caos y nadie chocaba con nadie o con nada. A pesar de ese barullo, todo parecía funcionar. 

  Pero continuaban impresionándome la pobreza y el deterioro.

  Los edificios, de aspecto casi ruinoso muchos de ellos, con paredes ennegrecidas por el humo y el tiempo, se amontonaban unos contra otros. Era tan lamentable su aspecto, que me parecía increíble que se mantuvieran en pie. Me imaginaba a sus habitantes hacinados entre sus paredes, con interiores tan desvencijados y ruinosos como lo que se veía por fuera. Y sentía una enorme pena y también asombro: ¿cómo era posible tanta pobreza?

  Incluso en Connaught Place, el centro comercial y bancario, de elegante arquitectura victoriana, veía cosas que me sorprendían, como los vidrios de negocios y bancos empañados de suciedad o las paredes de los edificios con la pintura descascarándose. 

  Pero así era Delhi…, así la vi.


Encuentro en un chai-shop


  Una mañana estaba en un chai-shop, contemplando el movimiento multicolor de personas, animales y objetos con ruedas. Los diferentes vehículos se abrían camino dando bocinazos, por una calle angosta que la gente invadía permanentemente. Las vacas sagradas se movían con indolencia, zigzagueando entre personas y vehículos. Unos niños pequeños, semidesnudos, estaban sentados en el suelo delante de un alicaído edificio, jugando con barro y pedruscos; y algunas mujeres jóvenes estaban conversando cerca de ellos, bellas y sonrientes en sus saris de colores.  

El chai-shop era pequeño y precario. Las mesas eran tablas de madera sin pintar y los bancos también tablas, puestas en delicado equilibrio sobre pilares. 

Iba por el segundo chai, cuando vi acercarse a un joven occidental, que llevaba una pequeña  mochila y un libro bajo el brazo.

Su figura me atrajo…  Era alto y delgado, de movimientos pausados pero firmes. 

Se sentó en la mesa contigua a la mía y pidió un chai, en un inglés que pronunciaba con un acento que adiviné latino. Tenía el cabello castaño rizado, una suave barba rala, un rostro agradable.

 Se puso a leer el libro que llevaba, y al mirarlo descubrí que era una guía de viaje en castellano. 

Esperé a que levantara la vista del libro para sonreírle, y él de inmediato me saludó.   

Esto es muy normal entre los viajeros y ya me lo había explicado Elizabeth: hay una comunicación inicial entre unos y otros sin las barreras habituales de Occidente. Los que viajan a la India comparten muchas cosas y el diálogo es directo y sincero desde el primer momento, con similares preguntas: ¿De dónde eres?... ¿Cuánto hace que estás viajando?... ¿Es tu primera vez?... ¿Dónde has estado?... ¿Adónde irás cuando te vayas de aquí?.. 

Sin embargo, su primera pregunta fue:

—¿Está bueno el chai?

—Sí, aunque como siempre demasiado dulce —le respondí en castellano, explicando enseguida que era argentina.  

  Pareció algo sorprendido, y confesó en un castellano que sonaba muy distinto al mío, que había pensado que yo era francesa. 

   De inmediato comenzamos con el interrogatorio mutuo…

   Supe que era español, de Cataluña, que éste era su segundo viaje a la India, y que ya llevaba unos meses viajando. Su nombre era Joan, y me pareció inteligente y educado, con sus intereses (como era de suponer) centrados en lo espiritual.  

   Estuvimos conversando sobre diversos asuntos, y en algún momento Joan me habló de un maestro que tenía su ashram en el sur, en la región de Tamil Nadu*. Era un anciano monje inglés llamado Mark, quien además de cristiano era hinduísta y budista. Se vestía con la túnica anaranjada de los swamis* hindúes y respetaba las costumbres más antiguas del país: caminaba descalzo, se sentaba en el suelo para comer y rezar, comía con la mano… 

   Pero lo más notable en él era su visión espiritual… 

—El padre Mark dice que todas las religiones son igualmente valiosas y que cada una es una parte de la Verdad —señaló Joan. 

  Se había sentado frente a mí y yo lo escuchaba con interés, mientras él me contaba más cosas sobre este curioso monje.  

—Y también dice que tenemos que aprender del Hinduísmo y del Budismo su interioridad, o sea, su larguísima experiencia con prácticas espirituales que nos permiten acercarnos al misterio. 

—¿Qué misterio?

—El misterio de lo que somos… 


Joan me dijo que estaba en Delhi para renovar su visa y que pronto seguiría hacia el norte, rumbo a Nepal, donde se quedaría varias semanas. Y luego regresaría a la India, para pasar algún tiempo en Satyavanam, el ashram del padre Mark.  

 Le pregunté por el significado de esa palabra, Satyavanam, y me dijo que podría ser “lugar de la Verdad”, pero explicándome que las palabras en sánscrito admiten muchos significados, y que igual podría traducirse como “bosque de la Verdad”.  

  En ese momento pensé que Satyavanam era un sitio digno de visitar en algún momento de mi viaje. 

  Después de varios chais, Joan se despidió. Y mientras lo miraba perderse entre la multitud, sentí que me hubiera gustado seguir conversando con él…      


Me voy de Delhi


   Al cabo de tres semanas, harta de las multitudes y de vivir en un hotel, pensé que había llegado el momento de continuar el viaje, pero ¿adónde ir? 

   A partir de mis lecturas y de las conversaciones con Amanda, ciertos sitios estaban ya marcados como destino posible, pero todos estaban lejos de Delhi y prefería comenzar por algún lugar más cercano. 

   Estuve un par de días indecisa, hasta que una mañana desperté con muchas ganas de irme…  Reflexioné que lo mejor sería ir a la estación más importante de trenes, y una vez allí elegir mi rumbo.

   Después de dedicar un par de horas para hacer compras (como papel higiénico, que era un artículo de lujo y temí no conseguir en otro lado), puse mi poca ropa en el bolso, pagué el hotel, me despedí de los empleados y les pedí que me consiguieran un taxi.

   Cuando llegamos a la terminal Nueva Delhi, su arquitectura me resultó familiar: era semejante a la de muchas estaciones de mi país. Enseguida recordé que en la Argentina los ferrocarriles habían sido construídos por los ingleses, lo mismo que en la India. 

   Pero esa sensación de familiaridad desapareció enseguida… Estaba en la India, era mi primera vez en una terminal de trenes y allí continuaba el tumulto. El sitio era enorme,  había muchas plataformas y muchos trenes llegando o a punto de partir al mismo tiempo, y por supuesto una multitud de gente circulando. 

   Me sentí aturdida y desalentada… Pero como tenía que resolver hacia dónde ir,   empecé a deambular por la estación, a la espera de algo que me inspirara y me ayudara a decidir. 

   Anduve largo rato… Cuando me cansaba, buscaba un lugar para sentarme y miraba a la gente. Vi larguísimas colas para comprar los boletos… Y una muchedumbre caminando en todas direcciones… Y muchas personas sentadas en el suelo: comiendo, bebiendo, conversando, esperando… Y algunas acostadas, durmiendo sobre esteras o trozos de telas…

 

   En algún momento, una de las colas me llamó la atención más que las otras, aunque no supe de inmediato el motivo. Distinguí en ella a un hombre de largos cabellos blancos y espesa barba, vestido con una túnica anaranjada: ¿sería un swami?... Y a una pareja de ancianos, también vestidos con túnicas anaranjadas… Y a un grupo que parecía una familia, todos con expresión triste… 

   Me acerqué a la fila, que era larguísima y que como todas se movía con lentitud.  Miré los carteles que junto a la ventanilla de expendio indicaban el destino. Junto a las palabras incomprensibles, probablemente en hindi, había una palabra en inglés: Varanasi.  

   Miré en mi guía de viaje… Varanasi… ¡Benares! 

   La legendaria Benares, la ciudad santa, adonde muchos viajan para morir, porque morir allí ‒dicen las antiguas escrituras‒ asegura la salvación. Una de las ciudades más sagradas de la India, un antiquísimo sitio de peregrinación…

   Mis dudas cesaron instantáneamente. Me puse al final de la fila, y después de una larguísima espera tuve mi billete para Benares, en un tren expreso que partiría unas horas después.




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