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Esta es la tapa virtual

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Diario y Capítulo 9

 Diario de Moira. Ashram de Sri Ramana Maharshi


22 de enero


Por suerte, y pese a mis temores, recordar a Joan no implicó una distracción respecto a la práctica. No es que no me conmueva: lo hace… Y así estoy cuando me duermo, pero me despierto sintiéndome bien y con ganas de sentarme.  

Y hoy, además de meditar, me dediqué a leer. Como siempre, encuentro en las respuestas que Sri Ramana daba a sus discípulos algo que responde mis preguntas.

Cuando le preguntan acerca de la felicidad, el Maharshi dice que no hay felicidad en los objetos del mundo y que la ausencia de deseos es sabiduría. Se parece a las enseñanzas del Buda…


 23 de enero, por la noche


Hoy, desde la mañana y durante varias horas, hice nuevamente pradakshina. Y mientras caminaba, estuve meditando. Cuando volví al ashram estaba en un estado de mucha energía, en un estado de alegre exaltación. Y eso continuó por el resto de la jornada.

Todavía estoy así… No sé si lograré dormir esta noche. Pero como casi todas las noches, me pondré a recordar. 

A recordar el tiempo maravilloso junto a Joan, en un pueblito de campesinos… 



Capítulo 9


De nuevo en viaje. Las Cuatro Nobles Verdades


 A pesar de sus convicciones cristianas, Joan seguía con seriedad las enseñanzas del Budismo: había leído muchos libros sobre el tema y practicado meditación con maestros budistas de diferentes escuelas.

 Que un hombre tan cristiano como Joan fuera también budista, a esta altura de mi búsqueda ya no me sorprendía. Cada peregrino o peregrina que iba conociendo mezclaba sin hesitar distintas religiones y llevaba en su equipaje cruces, estatuillas del Buda o de alguna deidad hindú, y fotos de importantes maestros, como así también mazos de Tarot, ejemplares del I Ching, piedras sanadoras, y libros espirituales varios que recomendaban calurosamente, con el mismo énfasis con el cual recomendaban a sus gurúes.  

Y ahora Joan venía de hacer un retiro en Nepal conducido por unos lamas* y estaba particularmente deslumbrado por el Budismo Tibetano. 

 Me intrigaba mucho ese interés suyo, ya que dicha Tradición me parecía misteriosa y extraña. Y al preguntarle por los  motivos me había dicho:

   “Son grandes místicos y su misticismo es altamente complejo: todo un sistema de técnicas para expandir la conciencia y conocer a Dios. Aunque ellos no hablan de Dios, sino del Vacío... Además están sus ceremonias (Joan adoraba los rituales), sus cánticos con el resonar de las trompetas, el recitado de sus mantras…”

El día previo a nuestra partida de Nainital, mientras almorzábamos frente al lago, habíamos estado conversando sobre los posibles lugares a visitar. Yo hubiera querido ir a Bodh Gaya, donde está el árbol Bodhi, debajo del cual se dice que Buda alcanzó la iluminación. Pero Joan me dijo que esa pequeña ciudad (importante sitio de peregrinación para todo budista) estaba siempre llena de turistas sacando fotos por todos lados y que cuando un lugar se contamina demasiado debido al turismo, pierde su carácter sagrado.  Además, estábamos en el norte, lejos de Bodh Gaya… 

—Podemos ir a un lugar donde el Budismo es una realidad viva, donde la energía es prodigiosa y donde verás a muchos budas caminando…

Muy sorprendida, yo había dejado de contemplar el lago, al que deseaba apresar para siempre en mis recuerdos, y había preguntado:

—¿Muchos budas caminando?... ¿Qué lugar es ese?  

—McLeod Ganj, en Dharamsala, donde vive el Dalai Lama.


Fue algo complicado viajar a Dharamsala desde Nainital, porque no había nada directo. Comenzamos con un viaje de dos horas, en taxi, hasta la ciudad de Moradabad, que significó bastante dinero pero nos evitó inconvenientes y esperas. El conductor del taxi nos informó que era una ciudad con mucha población musulmana, famosa por sus artesanías en bronce, recomendando que no dejáramos de pasear por ella y de comprar objetos hechos por los artesanos locales. 

Me hubiera gustado quedarme allí hasta el día siguiente, pero Joan no tenía ningún interés. Nos bajamos en la estación de trenes y conseguimos pasajes para un expreso que salía por la noche, en una clase que nos aseguraría cierta comodidad. Usamos los baños, comimos, y paseamos por las inmediaciones de la estación, donde había numerosos  puestos que vendían de todo.

 En uno de ellos me compré un anillo de bronce que imitaba a una serpiente enroscada. Joan me miró con cara de burla cuando me lo probé, diciendo que no le gustaba, pero en esto no le hice caso... Y él se compró una pequeña campanilla que sonaba agradablemente y con potencia, pese a su pequeñez. 

Cuando empezó a oscurecer nos quedamos dentro de la estación, ubicándonos ‒al igual que otra gente‒ sobre el suelo, porque los asientos no abundaban y éramos una multitud. 

 Entonces Joan comenzó a instruírme acerca del Budismo, del cual yo sabía muy poco. Hizo una larga exposición acerca de lo más básico, como las Cuatro Nobles Verdades y el Óctuple Noble Sendero.

Sus explicaciones fueron para mí como una revelación…


La Primera Noble Verdad, que dice que todo es sufrimiento, por su misma evidencia en mi propia vida me hizo sentir que ya era budista sin saberlo. No necesité que Joan me explicara el porqué de esta primera verdad. Para mí era innegable, indiscutible: lo sabía por experiencia.

¡Todo es sufrimiento!... Esa primera verdad me reconciliaba con el dolor que había sentido años atrás, como si me dijera: “Es así, todo el sufrimiento que hubo en tu vida no es una excepción, nos pasa a todos.”

Claro que, por esos días, yo no sentía que la vida fuera solamente sufrimiento: también puede ser felicidad. Pero ya sabía que esa felicidad es frágil, que de un momento a otro la podemos perder. Mi vida era un testimonio de eso.  

La Segunda Noble Verdad afirma que la causa del sufrimiento es el deseo. 

En la vida humana hay un constante ir en pos de algo, lo cual es movido por el deseo.   Y como no podemos conseguir todo lo que deseamos, y si lo conseguimos está siempre el miedo de perderlo o el hecho real de que lo perdemos, el único remedio para esto es la extinción del deseo.

Por eso, la Tercera Noble Verdad apunta al fin de ese sufrimiento, el cual cesa cuando cesan los anhelos, los deseos, los apegos. 

Con alguna perplejidad pregunté:

—¿Pero…, cómo evitar los deseos, cómo destruírlos? 

—Para eso hay una serie de preceptos y enseñanzas, el Óctuple Noble Sendero, o Cuarta Noble Verdad, que es el método para lograr esa liberación.  

   Este método lleva al desarrollo de ciertas cualidades e incluye diferentes prácticas, entre las cuales está la meditación. Los métodos meditativos varían, pero todos apuntan a lo mismo: a la realización espiritual. Y Joan puso mucho énfasis en esto:

 ―Sentarse a meditar, vamos…, que se trata de eso…,  de sentarse a meditar. 

  

  Viajamos toda la noche, y como los asientos eran cómodos, pude relajarme y amodorrarme de a ratos.  

  Por la mañana, no muy temprano, llegamos a Pathankot, una ciudad con montañas a la vista y que no parecía demasiado grande. De nuevo hubiera querido detenerme, al menos por unas horas, para pasear y conocer. Pero de nuevo Joan se opuso; así que fuimos hasta la terminal de buses y después de una espera no muy larga, nos subimos a un vehículo que iba hasta Dharamsala.  

Era un ómnibus antiguo e incómodo. Sin embargo, mirar por la ventanilla compensó los saltos que daba y lo duro de los asientos. A medida que nos acercábamos, el paisaje iba embelleciéndose: las montañas eran más grandes, más cercanas, y se alzaban más bosques de pinos y de cedros. 

Joan no estaba tan interesado en el paisaje como yo, y continuó hablándome del Budismo…

—Tú eres casi más budista que cristiano —comenté.  

—Buda fue uno de los grandes maestros de la humanidad, así como Cristo fue otro… Y como dice el padre Mark, cada religión es un dedo en la mano de Dios. Mi corazón es cristiano, pero mi mente y mi práctica son bastante budistas… 

 Mientras lo escuchaba, contemplaba las montañas altísimas con nieve en la cumbre, los árboles junto al camino, las terrazas cultivadas. 

Y lo contemplaba a él… 

Y en esos momentos, a pesar de haber apreciado tanto la Primera Noble Verdad, hubiera podido jurar: ¡todo es felicidad!


McLeod Ganj. La casita de color rosa


 Al llegar tomamos un taxi, ya que nuestra meta era la parte alta de Dharamsala. Y mientras ascendíamos no dejé de dar exclamaciones, porque el paisaje era asombroso. El pequeño y hermosísimo McLeod Ganj está construído sobre la ladera de la montaña, y se divisan bosques y altos picos nevados por todos lados.   

 Nos bajamos del taxi y empezamos a caminar… El aire era purísimo… Vi edificios con forma de pagoda… Y vi muchísimos monjes budistas, con túnicas color bermellón, yendo y viniendo muy sonrientes... Los rostros de la mayoría de las personas eran muy distintos a los rostros hindúes y hasta la ropa era diferente: todo me hacía sentir que estaba en otro país. 

—¿Son todos tibetanos? —pregunté. 

—Casi todos… Cuando el Dalai Lama escapó del Tibet, el gobierno indio le ofreció este lugar para que se instalara. Un gran número de tibetanos vinieron con él y siguieron viniendo desde entonces, por lo cual este sitio es como un Tibet en miniatura.  

Nos hospedamos en un hotel, aunque Joan me avisó que al día siguiente iríamos a recorrer algunos poblados cercanos y buscaríamos una casa para alquilar.

—¿Cocinarás para mí? —preguntó, muy cariñoso y abrazándome.

—Sí, claro, ¿pero con qué?... No tenemos cacerolas ni platos ni cubiertos…

—Pues… los conseguiremos. Quisiera quedarme algún tiempo y me apetece otra clase de comida. Supongo que en tu país hacéis comidas muy ricas…

Ese día lo dedicamos a pasear por McLeod Ganj… Y al día siguiente, Joan me guió por un camino que bordeaba la montaña y que nos condujo más arriba aún. Como había estado allí en su viaje anterior, ya se conocía todos los rincones. 

   Mientras subíamos me confesó que deseaba hacer algún retiro, aprovechando que había en McLeod Ganj un centro de la misma Tradición que la del monasterio en Nepal.  

—A veces me imagino convirtiéndome en un gran místico… Desnudo en una cueva, durante largo tiempo… Pero luego la vida me saca de esas quimeras y me veo… No cualquiera se convierte en un gran místico, somos apenas pequeños místicos. 

Siempre escuchaba sus confesiones con deslumbramiento: su claridad en ciertos asuntos hacía que además de amarlo, lo admirara. 

Llegamos a un lugar muy agreste, con casas pequeñas y humildes desparramadas sobre la ladera de la montaña. Ya no había camino, solamente senderos. Y muchísimas piedras y altos árboles y todo muy verde porque era verano. Vimos cabras, que a veces nos impedían el paso, y paisanos de todas las edades caminando por los senderos. También nos cruzamos con algunos occidentales jóvenes. 

Buscamos casas en alquiler, y nos mostraron tres. Eran viviendas típicamente campesinas: muy sencillas, con uno o dos espacios, sin baño ni agua corriente, y con un fogón en el suelo para cocinar. El agua había que acarrearla desde una fuente cercana y era como estar en otra época histórica, sin ninguna clase de comodidades. 

Me desanimé un poco al saber que no tendríamos inodoro ni ducha, pero Joan me hizo recordar las enseñanzas del padre Mark acerca de la “simplicidad voluntaria” y eso me dio coraje. 

Nos decidimos por una vivienda de dos espacios, pintada por dentro y por fuera en color rosado. La habitación por donde se entraba servía de cocina y comedor, y se podían ver las altas cumbres por las dos pequeñas ventanas. Tenía una rústica mesa de madera, unos bancos igualmente rústicos y el habitual fogón en el suelo. Mediante una abertura en arco se pasaba al dormitorio, el cual daba a un balcón con una tosca escalera adosada. Por ella se podía descender al tupido bosque de pinos, cedros y robles. En el dormitorio había una cama alta y ancha, con dos pequeñas mesitas a los lados. Todo era nuevo y limpio, parecía una casa recién terminada. 

 La cama no tenía colchón y varios listones de dura madera hacían de base. Debido a eso la primera noche fue difícil para mí, dentro de la bolsa de dormir puesta sobre la madera, pero los días siguientes nos acomodamos. Bajamos a Dharamsala y compramos muchas cosas. Joan consiguió periódicos para poner sobre los listones de la cama y compramos una tela barata para cubrirlos. Era un colchón muy rudimentario, pero enseguida me acostumbré, y comprar uno de verdad hubiera sido un gasto superfluo, ya que no íbamos a quedarnos más que algunas semanas. También compramos vasijas de barro para  comer y beber, y otros utensilios. 

El dueño de la casa, un amable campesino que casi no hablaba inglés, pero con quien siempre nos pudimos comunicar para lo más importante, nos prestó una gran cacerola para cocinar y otra más pequeña para calentar el agua, y nos informó que en algunas fincas nos venderían hortalizas y leche de cabra. Lo demás había que ir a comprarlo a McLeod, o mejor aun a Dharamsala, donde había muchos comercios.  

Era todo bastante incómodo, pero estábamos contentos: teníamos un hogar. 


La perfecta armonía de a dos


Fui muy feliz durante esas semanas en la casita rosa…

Desde el primer momento estuvimos conviviendo como si no hubiéramos hecho otra cosa en la vida. Yo cocinaba, él limpiaba, y juntos paseábamos o meditábamos. Conversábamos interminablemente, jamás discutíamos y todo transcurría con facilidad. 

Durante las meditaciones cada uno seguía su propio método, pero nos sentábamos  juntos y por igual lapso de tiempo. Joan marcaba los períodos con la campanilla de bronce que había comprado y yo aceptaba ese liderazgo muy complacida. 

Cuando íbamos de compras almorzábamos en algún restaurante, pero habitualmente lo hacíamos en nuestro pequeño hogar. Preparar la comida era trabajoso, debido al fogón en el suelo y a que la cacerola era de pesado hierro. La falta de agua corriente complicaba las cosas, si bien Joan me traía toda el agua que necesitara desde la fuente comunal, que estaba a unos cien metros. Los primeros días me costó un poco adaptarme, pero enseguida reflexioné que las mujeres de la región cocinaban de esa manera desde tiempo inmemorial y que por lo tanto sólo era cuestión de acostumbrarse. 

Para bañarnos había un arroyo que descendía desde la cima de la montaña y pasaba cerca. Era angosto y de poca profundidad, pero permitía darse un baño a gusto. Yo trataba de imaginar cómo sería vivir allí en invierno y pensaba que me sería imposible hacerlo. Pero estábamos a principios de agosto, y a la hora de la siesta era delicioso ir al arroyo y bañarnos allí, envueltos en la tibieza del sol. 

Nuestra comunicación, siempre fluida, a veces era telepática. Yo intuía lo que él iba a decir o lo que estaba pensando. Y a él le pasaba lo mismo. 

   Eso me asombraba, y lo comentábamos... 

—Es la energía de este sitio… y también las horas que dedicamos a la meditación — explicaba Joan. 

Yo sentía que era más que eso: algo mágico e inexplicable que tenía que ver con el amor… Pero nunca se lo dije.

Y en algún momento,  Joan empezó a usar la primera persona del verbo en plural…

“¿Estamos cansados o damos un paseo?... ¿Nos sentamos a meditar, tú qué dices?... ¿Ya es hora de irnos a dormir?...”

Me encantaba que se expresara de ese modo: para mí era un indicio de que nuestra relación se profundizaba. 

 A veces conversábamos muy seriamente acerca del amor y la pareja. Como una mañana, cuando ‒mientras tomábamos el desayuno‒ le confesé: 

—Me fascina la idea del matrimonio como compromiso… Eso de contigo en salud y enfermedad, en pobreza y riqueza; eso de “hasta que la muerte nos separe”… Y según me contó Radha, los hindúes también se comprometen y hacen votos al casarse… ¿Te parezco anticuada? 

   Sonrió y me miró con afecto:

—No... O tal vez sí, pero entonces ambos lo somos. A mí también me gusta el compromiso…

   Yo esperé que dijera más… Y él me hizo esperar, mientras miraba las montañas por la pequeña ventana próxima a la mesa. 

  Las miró por largo rato, hasta que continuó: 

—Sí, me gusta como idea, como posibilidad, pero nunca sentí que hubiera llegado el momento para eso… ¿Comprometerme para toda la vida?... Vamos, que no es fácil. 

   No dijo más, volvió a mirar las montañas. 

   Y yo tuve un atisbo, un asomo de fantasías… 


Durga y Bhandur 


Salíamos con frecuencia a caminar, y pronto conocimos a otros viajeros que vivían cerca, en casitas tan sencillas como la nuestra. 

 Entre ellos había una pareja con quienes congeniamos mucho. Ella era anglo-canadiense y él, indio. Se habían conocido en Poona, en el ashram de Bhagwan Shree Rajneesh*; y se habían ido de allí un año y medio atrás, cuando su maestro se fue a vivir a los Estados Unidos. Y aunque no lo habían seguido hasta allá, Bhagwan* (como ellos lo llamaban) seguía siendo su guru y hablaban mucho sobre él, diciendo lo extraordinario que era y comentando sus enseñanzas. 

Los dos se vestían con los colores propios de los discípulos de Bhagwan (todos los matices del rojo y el anaranjado, pasando por el rosa, el coral y el azafrán) y llevaban el largo mala* con un medallón  al final que tenía la foto de su maestro. 

 Ella era muy rubia, alta y delgada, con un rostro algo serio y un aire enigmático. Había recibido el nombre de Durga, quien es una diosa combativa. Cuando le pregunté el significado de su nombre, me miró con cierto orgullo y dijo: “la invencible”. 

Él,  Bhandur,  era bastante marcial en su apariencia y en sus modales. Tenía un rostro  agraciado pero algo salvaje, con grandes ojos oscuros, una importante nariz, espesa barba negra y largos cabellos que recogía en la nuca. Provenía de una familia de comerciantes acomodados, cuya religión era el sikhismo*. Y los sikhs, según me explicó Joan, son una secta con tradición guerrera.  

 Bhandur era muy educado y culto. Había estudiado abogacía y cuando le faltaba poco para graduarse sintió el impulso de conocer a  Bhagwan. Viajó a Poona, en un tiempo muy breve lo reconoció como su guru, abandonó sus estudios (lo cual le trajo muchos problemas con su familia) y se fue a vivir al ashram. 

 Formaban una pareja apasionada, y siendo ella una invencible y él un guerrero, las peleas formaban parte de la relación, aunque no parecían quebrarla. En algunas de nuestras visitas los encontrábamos enemistados, sin hablarse, lo cual no impedía que nos recibieran con gran amabilidad, aunque dividiendo la recepción por sexo. Bhandur se llevaba a Joan a algún sitio al aire libre, donde ‒mientras conversaban‒ cortaba leña para el fuego o se ocupaba de la pequeña huerta. Y Durga me invitaba a sentarme en la habitación que usaba como cocina y se ponía a preparar vegetales o frutas en conserva para cuando llegara el frío. Ya habían pasado un invierno en esas montañas, y me dijo que era hermoso pero bastante frío, a veces incluso nevaba, por lo cual era conveniente guardar comida en conserva. 

 Esos altercados los dejaban enojados por varios días, y entonces Durga sentía el impulso de irse. Una vez vino a visitarme sola y me confesó que estaba harta de Bhandur, que era muy difícil para ella tolerar su carácter dominante y su tendencia a discutir por cualquier cosa, y que lo mejor sería separarse. Pero cuando estaban bien me decía que estaba  muy enamorada de él y que le sería muy doloroso dejarlo. Lo gracioso era que Bhandur le hacía confesiones parecidas a Joan, diciendo que Durga era digna de su nombre, que se enfadaba por cualquier tontería y que a veces no la soportaba. 

 Pero con frecuencia se los veía muy bien, muy cariñosos, besándose y tocándose todo el tiempo. 

 Su casa era parecida a la nuestra e igualmente rodeada de cedros y robles de gran altura. Pero como llevaban más tiempo viviendo allí, tenían muchas más cosas y más comodidad que nosotros. Por ejemplo un pozo ciego dentro de un cobertizo,  construido por Bhandur, mientras que nosotros teníamos que descender la escalera unida al balcón y usar el bosque. 


Sueños y fantasías. Joan se va a un retiro


Mi amor por Joan era intenso: estaba totalmente entregada a la relación, poniéndola por encima de todo. Había olvidado las palabras del padre Mark acerca del amor humano y el Amor Divino… Era muy feliz y tenía la casi certeza de que nuestro destino era seguir juntos. Porque si bien nunca hablábamos del futuro, yo tenía mis fantasías. Y una noche tuve un sueño...


Varias personas están de pie junto a la capilla de Satyavanam, y hay una luz dorada... Todos conversan animadamente, parece una fiesta… Las mujeres llevan faldas largas y bellos saris… Yo estoy vestida con un hermoso sari de gasa blanca… La gente se acerca para besarme y abrazarme… Y siento una gran felicidad… 

Mientras todos me saludan, recuerdo lo sucedido un rato antes: Joan y yo, sentados en el suelo de la capilla frente al padre, quien ‒sonriendo afectuosamente‒ nos explica el sentido del matrimonio religiosamente bendecido, el significado de nuestro compromiso frente a Dios… Después intercambiamos  los anillos…

Y ahora, en el patio de la capilla, recibo las felicitaciones de todos… Cerca de mí, Joan conversa con amigos. Tiene puesta una kurta de seda blanca y está más hermoso que nunca… De vez en cuando me mira, sus ojos dicen “te amo”… Mi alegría es inmensa... 


Cuando desperté, pasé largo rato recordando el sueño, tratando de recuperar detalles que ya se borraban. Pero la dicha sentida durante el sueño continuaba en mí.

Ese tipo de sueños se repitió algunas veces… En uno estábamos cuidando leprosos en un leprosario y yo no sentía ni asco ni disgusto (lo previsible), sino una gran satisfacción por compartir ese servicio con el hombre que amaba. O viajábamos juntos a España y allí vivíamos dichosos, en una encantadora casa antigua de piedra, la casa heredada por Joan.  

Sentía una enorme felicidad durante esos sueños. Y el sentimiento perduraba a lo largo del día. Y me parecían tan reales, que terminé creyendo que eran anticipaciones de algo que sucedería…, antes o después.

Pero no se los contaba a Joan, eran mi anhelo secreto. 


Una mañana Joan me dijo que bajaría a McLeod Ganj para ver si lo admitían en el centro de retiros. Yo hubiera querido hacer el retiro también, pero no era un sitio donde dieran instrucción ni el retiro sería grupal, sino que tenían  habitaciones y cabañas para  personas que ya hubieran sido iniciadas en el Vajrayana* (también llamado Vehículo de Diamante), lo cual no era mi caso. 

 Cada vez que le había preguntado sobre las prácticas meditativas de esa escuela, Joan se había mostrado reticente. Pero en esta ocasión, ante mi insistencia, me contó un poco. Son técnicas antíquisimas y no se parecen a las de otras escuelas budistas. Los lamas del Vajrayana han siempre protegido su conocimiento, transmitiéndolo en forma oral a discípulos escogidos. Y eso continúa igual en nuestros días.  

—¿Y por qué tanto secreto? —le pregunté—, siendo que en nuestra época, inevitablemente, el conocimiento de las cosas ocultas es cada vez menos oculto. 

—Pues… porque esas técnicas son demasiado fuertes y es peligroso ponerlas al alcance de todo el mundo... La persona que las practica debe tener un instructor y éste tiene que ser un lama que las haya experimentado y que haya avanzado espiritualmente gracias a ellas. 

—¿Y por qué se la llama Vehículo de Diamante? —continué, con la esperanza de saber algo más. 

—Porque el iniciado en esa Tradición aspira a construirse un cuerpo de diamante…

—¿Un cuerpo de diamante?

—Bueno, vamos…, se trata de un estado energético, uno que le permite al practicante soportar los estados de conciencia elevados, en los cuales lo que se experimenta suele ser extraordinario.

  Y eso fue lo único que pude saber. 

  Después, Joan se fue a dar un baño al arroyo, se vistió con la mejor ropa que tenía y partió rumbo a McLeod Ganj… 

Y volvió a la siesta, casi eufórico: lo habían admitido y pasaría una semana en el centro, a partir de la mañana siguiente.  


Acepté que se fuera con alguna pena y algo contrariada por quedarme sola. 

Y durante la semana que él estuvo ausente, pasé por estados de ánimo contradictorios. De a ratos me parecía bien que se hubiera marchado para profundizar en su práctica y de a ratos me enojaba un poco, pensando que era poco amable de su parte desaparecer por tantos días. Como una forma de rebelión, dejé de meditar y no cociné jamás, excepto hervir agua para el té. Bajé cada mañana a McLeod Ganj e incluso una vez a Dharamsala: compraba frutas y cosas dulces para la noche, y al mediodía me sentaba para almorzar en algún restaurante. 

 En  McLeod Ganj caminaba para arriba y para abajo, por las mismas calles una y otra vez, deteniéndome en algunos rincones para admirar el paisaje y mirando a la gente, sobre todo a los monjes de rostros pacíficos,  y a los ancianos y ancianas que transitaban con su mala en la mano, recitando oraciones. 

 Por las tardes vagabundeaba por los senderos de la montaña: me cruzaba con los campesinos y con las cabras, y descubría nuevas vistas sorprendentes, de esas que quitan el aliento. Un par de tardes llovió, pero salí a caminar igual, porque la belleza de la montaña bajo la lluvia es asombrosa. 

Me gustaron esos paseos… Pero ellos no me impidieron extrañar a Joan y desear que la semana pasara pronto. 


Joan regresa del retiro algo cambiado

  

 Joan volvió en un estado de ánimo muy extraño: distante y casi mudo.  Por momentos emergía nuevamente su dureza y también un rictus en sus labios, que parecían adelgazarse hasta ser apenas dos líneas. 

Durante dos o tres días estuvo así, y me alarmé. Pero como ya había entre nosotros intimidad y confianza, no esperé demasiado para decírselo… Su réplica fue que los retiros producen cambios, pero que sus sentimientos hacia mí eran los mismos. 

Por suerte, ese estado silencioso y distante le duró poco. Lo que duró algo más, fue el completo ascetismo que mostraba desde su regreso. El sexo y la pasión habían desaparecido de él y se comportaba conmigo como si fuéramos hermanos. Incluso se fue a dormir a la cocina, donde se armó una cama en el suelo. 

Eso también lo conversamos, y él divagó un poco acerca de la energía del sexo y la energía del misticismo, diciendo que el retiro le había quitado todos los deseos sexuales, que con el sexo se pierde energía, y muchas otras cosas parecidas.

Pude comprenderlo… y su castidad dejó de inquietarme: me bastaba con tenerlo cerca. Además, de a ratos era cariñoso. Me abrazaba o me daba besitos castos y sonoros en las mejillas o en las manos, sin el menor asomo de sensualidad. 

Pero su castidad duró pocos días: una noche su voluntad ascética se debilitó…

Habíamos invitado a cenar a Durga y Bhandur. Después de cocinar, me puse el sari que le gustaba más, el de seda color esmeralda.

 Me miró con una mezcla de deleite y reprobación:

—¡Oye!... Te pones muy guapa con tus saris… y yo no quiero tentarme.

 Di alguna excusa, pero seductoramente. En realidad, empezaba a cansarme de su ascetismo y deseaba tentarlo. 

—¿Preferirías estar solo? —le pregunté con tono provocativo.

Me miró con afecto:

—No… Estar contigo me gusta, me hace bien... Al menos por ahora…

 La última frase la dijo en voz tan baja, que fue casi como si la hubiera dicho para él. Pero pude oírla y me molestó durante algunos segundos, aunque rápidamente la olvidé. 

La cena fue muy abundante, ya que además del arroz con verduras y los chapatis* que había preparado yo, tuvimos una variedad de conservas y una bebida alcohólica, aporte de Durga y Bhandur. 

 Comimos, bebimos, nos reímos mucho… Y al irse nuestros amigos estábamos bastante ebrios, ya que la bebida, de arroz fermentado, era muy fuerte.  

 Nos quedamos conversando y riendo un rato más, sentados frente a la mesa. Finalmente me levanté, lo abracé diciendo buenas noches y me fui al dormitorio, donde comencé a sacarme el sari… 

Entonces lo vi, mirándome con abandono y deseo, de pie bajo el arco que comunicaba ambas habitaciones. 

—Durmamos juntos hoy…, ¿vale? —preguntó, casi sin voz.

Lo miré interrogadoramente y él se rió.  

—Vamos, es que ya está bien… Además, con tantos lamas dando vueltas, dudo  acerca de la castidad… ¿Sabías que algunos se casan?

Yo no sabía nada, pero le pedí que me lo contara otro día. Seguí con el laborioso proceso de sacarme el sari.  Pero él no me dejó terminar...

Y fue una noche de pasión tan intensa que casi no dormimos. 


  Todo continuó maravillosamente bien. 

  Reanudamos nuestra plácida rutina: meditación y conversaciones; paseos y amigos; baños en el arroyo y caminatas hasta McLeod Ganj. 

 Y de esa manera avanzó el mes de agosto…


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