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Esta es la tapa virtual

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Diario y Capítulo 6

 Diario de Moira. Ashram de Sri Ramana Maharshi


18 de enero, por la noche


   Estoy meditando de un modo intenso, pero hoy sentí algunos dolores en la espalda y las piernas, por tantas horas sentada, así que decidí practicar meditación en movimiento, caminando.

   Durante la tarde salí a caminar por los alrededores del ashram y practiqué durante largo rato, hasta que me encontré con Hanuman, quien inevitablemente se puso a caminar conmigo y a disertar…  Y mientras paseábamos entre los monos y los pavos reales, le pregunté acerca del rol que cumple un maestro. Respondió que según algunas enseñanzas el maestro puede hacer que su discípulo realice al Ser, al transferirle algo de su energía, pero que el Maharshi decía que “el Guru no da la realización del Ser sino que quita los obstáculos para ello”. 

   Hanuman es un personaje extraño. Habla como si hubiera logrado la iluminación, pero su vibración, su energía, no tienen nada de especial, y alguien del ashram me contó que simplemente lee y habla, repitiendo de memoria las enseñanzas de Sri Ramana. 

  A veces me gusta su compañía y otras veces me molesta. Hoy me molestó que me distrajera, pero al mismo tiempo me gustó que me transmitiera esos conceptos acerca de la función de un maestro. 


19 de enero, por la noche

 

  Hoy, después del almuerzo, conversé con los españoles durante largo rato, y eso me alteró un poco. Fue culpa mía, porque fui yo la que me acerqué a ellos. 

  Lo que pasa es que escucharlo a él me conmueve, aunque ya me di cuenta que ni su voz se parece a la de Joan ni habla como él, fue una impresión de los primeros momentos. Javier y Ana son madrileños, mientras que Joan es catalán: la pronunciación es ligeramente distinta.   

  Pero escuchar a Javier, aunque sea sólo una impresión, me hace recordar a Joan. Y como ahora me toca recordar a Joan… 

  No sé si deseo hacerlo, pero estoy recapitulando todo lo que me pasó desde que llegué y no puedo pasar por alto a Joan. 

   Por suerte, esa ligera conmoción no me impidió meditar: estuve casi cuatro horas sin levantarme del almohadón, apenas unas interrupciones para estirar las piernas y reacomodarme. 

  Y ahora me pondré a recordar… A recordar el reencuentro con Joan. 



 


Capítulo 6


Continúo en el paraíso, pero llega Joan y todo cambia


   Continuaba deslizándome en esa vida contemplativa… Todo mi ser aspiraba a lo Divino, toda mi energía se concentraba en Dios: en buscarlo, comprenderlo, encontrarlo…

   El estado de ánimo inusual, de total armonía, paz y contento, se mantenía sin altibajos: todo estaba bien, todo era perfecto, me sentía realmente en el paraíso.       

   Pero cuando ya se cumplía un mes desde mi llegada, un par de sucesos muy humanos me sacaron de esa armoniosa estabilidad y me arrojaron de nuevo a los altibajos de la emoción. 

  El primero de ellos tuvo que ver con la visita que en realidad esperaba…

  Una mañana, después de ayudar en la cocina, fui a la biblioteca a leer. 

  La biblioteca era un edificio de color terracota y forma hexagonal, ubicado en medio de árboles y plantas que le daban sombra y frescura. Me encantaba sentarme en la galería que rodeaba sus muros y apoyada sobre una de las columnas, dedicarme a leer y pensar. 

  Y en eso estaba esa mañana, cuando una sombra furtiva a lo lejos me recordó a Joan. Me sobresalté: ¿sería él…?

   Después del breve servicio religioso del mediodía, me reuní con los demás frente a la entrada del comedor. Allí, cotidianamente, el padre dedicaba unos minutos a repartir la correspondencia. De pie, con los anteojos de leer puestos, iba nombrando a los destinatarios de las cartas para que se acercaran a recibirlas. 

   Todos aguardábamos en completo silencio, con expectativas los que recibían su correspondencia en el ashram y con respeto hacia los demás los que no la recibíamos, como era mi caso. Y ese mediodía escuché la voz del padre que pronunciaba el nombre de Joan y su apellido.  

  Enseguida la figura de mi amigo apareció por detrás de un grupo a mi derecha. Su cabello había crecido, y estaba más delgado y bastante pálido. 

  Por la forma en que se acercó al padre y tomó los sobres, era evidente que ya lo había saludado. Le hice señas desde donde estaba, pero no me vio.

  Cuando se formó la cola para entrar al comedor, aguardé a que él se ubicara en ella  y me aproximé. Joan estaba conversando animadamente en francés con un sacerdote canadiense. Me puse a su lado y tiré de la manga de su camisa.

   Su expresión fue de sorpresa:

  —¡Vaya!... Has venido a Satyavanam.... ¡Pues qué bien!

   Pero no dijo nada más: me abrazó ligeramente y continuó conversando con el canadiense. 

   Enseguida entramos… Yo hubiera querido sentarme a su lado, pero él se ubicó junto al sacerdote, en la hilera enfrentada a la mía. Mi consuelo fue que gracias a eso pude observarlo a gusto, aunque intentando que no se diera cuenta.  

   Estaba realmente muy delgado, con las mejillas hundidas y ojeras: parecía enfermo. 

   Salí del comedor antes que él y lo esperé… Se detuvo brevemente y me dijo que había llegado la noche anterior, que estaba muy cansado y que ya nos encontraríamos para conversar en algún momento. 

  Sentí cierta decepción, y el resto de ese día hice todo lo posible para cruzarme con él, pero parecía no hacerme caso. 

   Durante los días siguientes sucedió lo mismo. Lo veía de lejos, en todas las circunstancias grupales del ashram, pero él manifiestamente me ignoraba: sólo esbozaba una sonrisa y un ademán desde donde estaba. Y yo no intentaba aproximarme, porque era evidente que a él no le interesaba. Si estábamos muy cerca, me saludaba con un par de besos y un par de palabras, y enseguida se alejaba… Como si fuéramos apenas dos conocidos y no ese hombre y esa mujer que se habían relacionado con tanta profundidad en Benares.

  No supe qué pensar ni qué hacer… y esperé…, hasta que al cabo de cuatro días, después de la misa matutina, se acercó y me citó para la hora de la siesta.

   Era una tarde tórrida y de común acuerdo nos encaminamos hacia el río. Allí nos sentamos debajo de unos frondosos árboles y empezamos a conversar, aunque era principalmente yo la que hablaba.

   Le conté sobre mis vivencias en el ashram y sobre lo que sentía por el padre… Él respondía  con monosílabos o tibios comentarios breves a mi apasionada narración. Y debido a que pregunté, me contó lo que había hecho desde que nos separáramos: vagabundear por diferentes sitios de Nepal con su amigo y un retiro de varios días en un monasterio budista. Pero lo relató con parquedad y no como lo hacía en Benares, cuando el entusiasmo le encendía la mirada. Además, era indudable que no me prestaba la misma atención. Mientras yo le contaba más cosas, su desinterés fue ostensible: me miraba con los ojos entrecerrados, recostado indolentemente contra el grueso tronco, sin moverse ni decir nada.

   Después de un rato dejé de hablar y le pregunté si le pasaba algo. Respondió que no se sentía bien, que había cogido una fuerte descompostura después del retiro, y que aún no se había recuperado. 

   Le creí, pero intuyendo que algo más le ocurría, aunque no parecía dispuesto a decírmelo. 

   Los siguientes días continuamos ‒en forma intermitente y porque yo lo proponía‒ con los encuentros a la siesta, durante los cuales él oscilaba entre una amable indiferencia y una atención ocasional. Reanudamos nuestros diálogos, aunque casi siempre era yo la que llevaba el peso de la conversación y con la extraña sensación de que conversaba a solas.  

    Entonces, una creciente ansiedad respecto a Joan empezó a hostigarme. Me preguntaba dónde estaba y qué estaría haciendo, y trataba de encontrarlo. Lo buscaba por los senderos del ashram o me paseaba cerca de donde estaba su habitación, anhelando un encuentro que pareciera casual. Lo observaba durante las misas y las comidas, espiando cada uno de sus gestos, a la espera de alguna clave para entender su comportamiento: ¡tan distinto, tan extraño!

    Una tarde, sentados a la orilla del río, me animé a confesarle que lo notaba ausente, distraído, definitivamente distinto al Joan que había tratado en Benares.  

   Me miró por algunos segundos y declaró:

—Pues ya te lo he dicho: estoy con un lío intestinal, debo haber tomado agua contaminada.

   Le sugerí consultar a un médico, para que lo examinara y medicara. 

—Ya he ido a verle, antes de venir a Satyavanam, y estoy tomando medicamentos, pero todavía sigue...

   No logré saber más y continué sintiendo que su malestar físico no era la única causa de su indiferencia.    

   


Otro conflicto por culpa de Krishnadas. La sabiduría del padre Mark


   El otro suceso perturbador fue causado por Krishnadas...

   Mi amigo colombiano tenía un notorio defecto: el orgullo espiritual, debilidad muy común entre los buscadores. 

   Y Ruth me había prevenido, en los primeros días de nuestra amistad, cuando sentadas una tarde a la sombra de las palmeras nos hacíamos confidencias:

—Krishnadas llegó al ashram como uno más y al hacerse discípulo del padre se inició en una práctica espiritual comprometida, la cual dio lugar a varias experiencias importantes. Es muy devoto y está muy dedicado a su sadhana, pero tiene ese horrible defecto: un orgullo desmedido —dijo Ruth en voz muy baja, para evitar que alguien nos oyera, aunque no había nadie a la vista—. No puede ocultar que se siente superior a todos y pretende que después del padre viene él. Está siempre alardeando de sus realizaciones, y cada vez que llega alguien nuevo intenta convertirse en su guru, dando consejos y metiéndose en todo.   

  —Ahora que lo dices, me doy cuenta que conmigo estuvo así desde el principio. Me pareció que deseaba tomar a su cargo mi educación o formación… Pero no me molesta que lo haga: estoy ávida por aprender y además me inspira algún respeto que sea swami.

   Ruth aclaró que el que fuera swami no significaba tanto como yo creía: un swami es    un monje y eso no lo convierte en un santo. Y después me aconsejó:

—Okay… Haz como sientas con él, pero yo te lo advierto para que no se vuelva una molestia. Hay gente que se puso mal por su culpa y tuvieron que ir a contarle al padre… 


   A pesar de ese aviso de Ruth, yo había seguido muy contenta mi relación con Krishnadas, sin que me molestaran sus instrucciones y recomendaciones. Él llevaba más tiempo que yo en el camino y lo respetaba mucho debido a eso. 

  Y todo estuvo bien con él, hasta que ocurrió el incidente que confirmó las advertencias de Ruth. Fue justamente durante unos días en que ella se había ausentado para participar de un festival religioso. Ya estaba Joan, yo había comenzado a perder la armonía y la compañía de mi amigo colombiano me hacía bien. 

   Y estábamos una tarde sentados delante de su pequeña vivienda ‒él tocando el sundari y yo escuchándolo con deleite‒,  cuando dejó de tocar, me miró con alguna seriedad y dijo:

—Me parece un sacrilegio que recibas cada mañana la comunión, cuando lo cierto es que no estás bautizada. ¡Sagrado corazón de Jesús!... ¡Recibir la comunión sin estar bautizada!

  Le pregunté cómo sabía eso y me dijo que Ruth se lo había contado. Ruth era de origen judío y supongo que le encantaba que hubiera otra judía ‒o semi judía‒  allí y se lo había contado a todos.  

—En realidad mi origen es mixto, sólo mi madre es de origen judío. Pero mis padres no son creyentes, por eso no me bautizaron —me justifiqué, empezando a sentir cierta incomodidad. 

   Con cara de espanto él continuó:

—¡Qué vaina!... Y el padre Mark no lo sabe, porque nunca se lo has contado, pero si me lo permites seré yo mismo quien se lo diga y veremos qué es lo que él decide... Considero que tienes que recibir el bautismo y suspender tus comuniones hasta que eso suceda… ¡Recapacita! 

   Me quedé atónita al escucharlo, con una desazón que fue creciendo aceleradamente con el pasar de las horas. Y como no estaba Ruth, no tenía con quien desahogarme. No me parecía algo para conversar con los demás ni quería molestar al padre por ese asunto. 

   ¿Tendría que bautizarme para ser merecedora de la comunión?... No estaba segura de querer bautizarme… ¿Tenía razón Krishnadas y mi obligación era informarle al padre que yo no había recibido el bautismo?

   Sentí gran agitación, fastidio y desconcierto durante algunos días, hasta que el padre Mark me mandó llamar… 


  Cuando me presenté frente a su ventana estaba bastante nerviosa. Pero el padre me recibió con la misma calidez de siempre. 

—Mira… Swami Krishnadas me informó que no estás bautizada y tenemos que hablar sobre eso —dijo sonriendo dulcemente. 

   Previendo que me había mandado llamar por ese motivo, estaba preparada para oír su veredicto, imaginando que me prohibiría comulgar y que sugeriría el bautismo. Y ya tenía pensada mi respuesta: no me sentía como para asumir ese compromiso tan pronto y si no podía comulgar lo aceptaría. 

   La comunión era un ritual muy hermoso y hubiera lamentado que el padre me lo prohibiera, pero lo había reflexionado mucho: el bautismo no es una cuestión ligera. 

   Mi amor por el padre Mark y mi deslumbramiento por sus enseñanzas no se basaba en rituales y sacramentos religiosos, sino en lo que emanaba de él y en su visión. 

   Esa visión apuntaba a la búsqueda de la experiencia de Dios, a la experiencia del Sagrado Misterio, fundamentándose en una sabiduría que sobrepasaba a la religión que oficialmente lo cobijaba. 

   Felizmente, a pesar de mis temores, lo que sucedió durante la entrevista confirmó esta  comprensión mía y profundizó aún más mi amor y admiración por el padre Mark.    

   Primero dijo que Krishnadas era demasiado escrupuloso, que él no tenía tantos tabúes como su discípulo, y que esta cuestión había que resolverla no a partir del dogma sino a partir de una respuesta interna, tanto en él como en mí. 

  Ya esa confesión me dejó boquiabierta, porque era de una transparencia increíble.  

   Luego me preguntó qué sentía cuando comulgaba. Le respondí que sentía un amor increíble, por Dios, por él y por todos. Y que casi siempre volvía con lágrimas a mi sitio.

   No exageraba en mi relato: era la pura verdad.

   Él me miraba en silencio…

 —Padre, yo haré lo que usted me diga, y si me prohibe comulgar no me voy a poner mal…

   Él continuó mirándome en silencio, hasta que dijo:

—Está bien…, puedes seguir comulgando.

    No dijo nada más y no mencionó el bautismo en ningún momento. Y con una sonrisa, me hizo entender que la entrevista había terminado.  

  A la mañana siguiente, durante su sermón, el padre Mark explicó que en realidad ‒en Occidente‒ todos somos cristianos, porque el espíritu cristiano impregna nuestra cultura, y aunque él era un monje católico, pensaba que ciertas reglas propias de la Iglesia eran demasiado estrictas y debían ser trascendidas, sobre todo en un ashram como Satyavanam, donde buscábamos el contacto directo con Dios. 

   Y cuando me acerqué a comulgar, me dirigió una mirada que confirmaba ‒así lo sentí‒ que el pequeño suceso conmigo había dado pie a sus comentarios en el sermón.

 


   Luego de ese incidente, Krishnadas pareció rehuirme: posiblemente su orgullo estaba algo lastimado. 

   Pero insistí en verlo. Después de todo, un ego como el de Krishnadas es una prueba para el ego de los demás. Reconocerlo como un hermano mayor, era una forma de disminuir mi propio ego. Y eso, como habíamos conversado con Ruth, nunca viene mal.

   Así que me presenté delante de su casita, día tras día. Sabía que se encontraba allí, porque lo escuchaba tocar, pero él no se asomaba. Y lo hice hasta que se le pasó el fastidio… Estaba una mañana delante de su bamboo hut, apoyada sobre un tronco y pensando “no quiere aflojar”, cuando se abrió la puerta y él apareció.  

    Se acercó y me abrazó. 

—¡Qué vaina!... Eres mi hermana.

   Y todo continuó bien entre nosotros. 

   Y a menudo escuchaba de él cosas muy interesantes, como cuando conversamos acerca de la energía increíble  que había en el ashram.

—La energía crística es una energía principalmente amorosa, porque eso es lo que Jesús vino a enseñar… Esa es la energía que sentimos en el ashram y por eso te parece que estás en el paraíso… Esto es el paraíso y el padre Mark es un santo, aunque dudo mucho que a él lo santifiquen después que muera.

—¿Por qué?

—Porque es demasiado transgresor —dijo, y tomando su instrumento se puso a tocar una melodía muy bella.  

  Yo quería que me cuente más, pero tuve que esperar un buen rato, mientras él continuaba con otras melodías... 

—En el mundo católico a Mark mucho no lo quieren, con la excepción de algunos sacerdotes jóvenes, de opiniones más abiertas y de países sin fuerte tradición católica, como Estados Unidos, Inglaterra o Australia. Y demos gracias que no lo expulsen ni lo excomulguen, en otros tiempos lo hubieran hecho, pero por suerte vivimos en una época más tolerante. Además, no hay tantos católicos en la India, al menos no de la relevancia del padre, así que supongo que es en parte por eso que lo toleran. 

—Cuéntame más…, cosas transgresoras que dice o hace…

—A veces dice cosas muy irreverentes... Un día, durante el sermón, dijo: “Si recordamos la historia de las iglesias cristianas, parece más un registro del pecado humano que de la Gracia Divina”. 

—¿De veras,  dijo eso? 

—Sí, ¡bendito sea mi Dios!… Y cuando lo dijo, en la capilla se escuchó un fuerte murmullo, probablemente por parte de algunos sacerdotes católicos y personas recién llegadas… Siempre sorprende a los recién llegados, y hubo algunas ocasiones en que sacerdotes católicos de visita, quienes no sabían demasiado acerca de Mark y no estaban preparados para tanta heterodoxia, se fueron a las pocas horas de haber llegado… 

  Me gustaba escuchar a Krishnadas y sentía que a pesar de su arrogancia, era muy digno de ser querido: se interesaba verdaderamente en los demás, era amable, afectuoso, y por sobre todo, un verdadero místico y un músico maravilloso. 

  

La paz se acaba: envuelta en los brazos de la emoción

Los consejos del padre no me ayudan



   Seguía viéndome con Joan durante algunas tardes a la siesta. Y un día sucedió algo muy extraño… 

   Estábamos sentados bajo los árboles, sobre una gran piedra plana, y yo le estaba contando mis zozobras debido a Krishnadas y el asunto del bautismo, todo lo cual a esa altura estaba ya resuelto. Joan me escuchaba muy quieto, con ese rostro inexpresivo y ese mutismo que ahora eran lo habitual en él. 

  En algún momento, agobiada por el calor y fastidiada por su indiferencia, fui hasta la orilla, me descalcé, metí los pies en el agua y estuve mojándome durante largo rato los brazos, la cabeza y el pecho.

    Joan me miraba… 

    Después, volví a sentarme sobre la piedra y le conté con detalles la entrevista con el padre... Al describirle mis sentimientos durante la misa, me emocioné. No pude evitar las lágrimas, mientras con ardor le transmitía cómo eran esos sentimientos y lo feliz que me sentía por  la autorización del padre para comulgar. 

    Entonces, súbitamente, Joan se inclinó sobre mi rostro… y me dio un beso en los labios. 

  Quedé suspendida por la sorpresa … y casi no respondí. 

  Cuando su rostro se alejó del mío, me quedé mirándolo con asombro.

   Y él volvió a besarme… 

   Esta vez reaccioné mejor. Fue un largo beso… 

   Y fue muy raro. Ese beso…, después de tantos años. 

   Cuando nos separamos, Joan me miró de un modo indefinible… y levantándose de la piedra que ambos compartíamos, se despidió. 

—¡Nos vemos más tarde!  —exclamó, mientras se alejaba a grandes trancos.

 

     A partir de esa tarde mi ansiedad fue todavía mayor y me obsesioné acerca de las posibles consecuencias de ese primer acercamiento. Desde luego, un ashram no es un lugar apropiado para iniciar una relación, al menos no para llevarla al plano sexual, pero sí hubiera sido posible conocernos más, encontrarnos a solas con más frecuencia, ir creando las bases de una relación futura. 

   Pero nada de eso sucedió, sino todo lo contrario… 

   Al día siguiente, cuando salíamos del comedor después del almuerzo, invité a Joan a encontrarnos junto al río. Pero él, mirando su reloj en vez de mirarme a mí, dijo que a su  malestar intestinal le convendría un pequeño descanso después de comer y que sería mejor si suspendíamos nuestras citas a la siesta. 

  Me sentí muy incómoda: Joan estaba usando su enfermedad como una excusa. Y no lo entendí: ¿por qué, entonces, me había besado?

   Pero tuve que aceptar sus pretextos… Y a partir de ese momento, Joan empezó a eludirme. Cada vez que me acercaba a él, se iba con alguna justificación. Sonreía con amabilidad,  dialogaba brevemente y se despedía, diciendo que tenía que escribir cartas o que estaba cansado o cualquier otra cosa. 

   Su actitud contradictoria, sus besos y el rechazo posterior, acrecentaron lo que me pasaba desde su llegada. Estaba intranquila, perpleja, abrumada por preguntas sin respuesta.  

   Cuando le pedí consejo a Ruth, no supo qué decir: los asuntos amorosos no le interesaban demasiado. Su mayor ilusión era convertirse en monja, por eso esos vestidos que ocultaban su cuerpo, su cabello mal cortado y peor peinado, su total ausencia de coquetería. Si no lo había hecho hasta entonces era por la oposición de sus padres, quienes le pedían que esperara más tiempo antes de tomar una decisión semejante. 

  Entonces, sin pensarlo dos veces, acudí al padre Mark…

   Por supuesto, el padre no conocía mis sentimientos hacia Joan y no hubiera podido hablar con él sobre ese asunto al principio de mi estadía. Pero ahora no tuve reparos en hacerlo. Estaba frente a un ser humano al que veía como un santo y precisamente por eso, un ser humano muy comprensivo.

   El padre me escuchó con interés y cuando terminé mi breve relato, quedó un tiempo en silencio… 

—Tú sabes —dijo finalmente, con una mirada compasiva en sus ojos azules—, todo amor romántico termina siendo trágico, aunque nadie se aleje o se muera. Estás buscando mediante ese amor, satisfacer un deseo infinito con un ser finito e imperfecto… El amor entre hombre y mujer sólo tiene sentido si nos prepara para ese otro Amor, que es el Amor a Dios... Porque el último misterio del Ser, la última Verdad, es Amor… 

   Y continuó hablando acerca del amor, acerca de cómo el amor entre hombre y mujer puede ser sagrado o profano, acerca de cuándo es sagrado y cuándo es profano… 

    Mientras hablaba su mirada se iba alejando de mí, hacia adentro, hacia una infinita profundidad… Y yo lo escuchaba, pero sin comprender del todo lo que decía…  

   Cuando concluyó, me alejé con sentimientos contradictorios. Por un lado, su presencia me había serenado, calmando un poco mi ansiedad. Pero sus palabras me habían desconcertado, porque no sabía cómo interpretarlas. 

   Después de horas reflexionando, le pedí ayuda a Ruth. Para ella estaba clarísimo y lo resumió en pocas frases:

—Lo que el padre te comunicó es que sentir ansiedad, confusión y todo lo que estás sintiendo, es parte del amor romántico, es un ingrediente ineludible… Y también dijo que si quieres, puedes permitirte este amor por Joan, porque eres una mujer joven y es normal que quieras enamorarte… Que lo vivas, si es lo que deseas, pero sin olvidar que es  una satisfacción sustitutoria de Algo que buscas mucho más trascendente.

    Su interpretación me sirvió para comprender las místicas y elevadas palabras del padre, para entender su mensaje, pero seguí perpleja… ¿Tenía o no sentido buscar de nuevo una pareja, el encuentro con el otro, el enamoramiento, el sexo?... 

   Si todo amor termina siendo trágico ‒como había dicho el padre y como ya me había sucedido‒, ¿para qué buscarlo, para qué desear vivirlo? 

   Sin embargo, con esos fuertes sentimientos hacia Joan, renunciar al amor o vivirlo como algo que podía terminar mal  me resultaba muy difícil. 


Huyo,  nuevamente huyo 


    Mi situación era confusa y problemática: me sentía cada día peor. Y las actitudes de Joan eran completamente incoherentes. Había momentos ‒al cruzarnos antes o después de la misa, o en los encuentros grupales‒ en que notaba en él cierta calidez, cierto interés por mí. Pero eso duraba solamente unos minutos: enseguida recuperaba su frialdad y se escapaba. Y yo no sabía qué pensar, porque durante esos breves minutos él mostraba algo diferente. ¿Qué sentía Joan por mí en realidad? 

   Su actitud cambiante me atormentaba: frío y distante la mayor parte de las veces, cálido e interesado durante fugaces instantes. No me hubiera afectado del mismo modo una clara indiferencia: la hubiera aceptado y me habría olvidado de él. Pero su conducta contradictoria me confundía y me alteraba. 

    Mi armonía desapareció por completo, no sólo ese estado excepcional que había experimentado las primeras semanas, sino que ni siquiera estaba en mi estado normal. Estaba desquiciada, exasperada… Y el conflicto con Joan se extendía a veces hacia los demás y hacia los asuntos cotidianos. La comida me parecía fea o la encontraba fría; el café tenía gusto a quemado; las mujeres indias que trabajaban en la cocina no habían sido amables conmigo… 

   Solamente el padre estaba más allá de mi fastidio. Jamás tuve sentimientos negativos hacia él. Continuaba amándolo con devoción y su sola presencia bastaba para serenarme: su energía beatífica me armonizaba y me sentía bien durante un rato. 

   Pero el padre, aunque pasaba mucho tiempo con nosotros, no estaba siempre cerca.    Y no quise volver a importunarlo con mis problemas, había sido suficiente con una vez, y según Krishnadas, a quien también había contado todo, una audacia por mi parte:

—¡Sagrado corazón de Jesús! ¡No entiendo cómo te has atrevido a molestar a un anciano monje, a un santo, con tus historias románticas!

   Comprendí que tenía razón.  

   Tampoco Ruth, quien estaba siempre dispuesta a escucharme, fue de ayuda. Tampoco ella tenía una explicación para la conducta de Joan, y cuando le contaba las minucias del último y breve cruce con él se quedaba muda, limitándose a oír mis quejas y lamentos, pero sin aconsejarme. Supongo que no sabía qué aconsejar, o quizás no deseaba hacerlo. 

  Entonces, muy velozmente, comencé a sentir que tenía que alejarme de Joan. Había venido a la India en busca de sentido para mi vida… Había venido en busca de la Verdad… Y el enredo con Joan me estaba haciendo perder el contacto con todo eso. 

  Así que, en apenas unas horas,  junté coraje y tomé la decisión de irme. 

  Fui a ver al padre para decírselo. Le hice un brevísimo resumen de mi estado anímico, diciendo que no lo soportaba más y deseaba marcharme, aunque volvería más adelante, cuando Joan  no estuviera. 

   El padre me escuchó atentamente, comentó que era una pena que me fuera justo ahora, cuando iban a comenzar sus charlas sobre el Bhagavad-Gita*, pero que si no podía transformar mi malestar, le parecía apropiado que me marchara. Y me dió su bendición. 

   Me alejé de su presencia  llorando…

   Cuando le anuncié a Joan, después de la cena, que me iba a la mañana siguiente, pareció sorprendido, pero no preguntó por qué me iba, sólo preguntó adónde estaba yendo. 

—Todavía no lo sé, pero con seguridad hacia el norte, ya que en algún momento tengo que pasar por Delhi: recibo mi correspondencia en la embajada argentina. 

   Entonces, mirándome con calidez,  susurró:

—Pues quizá te escriba a la embajada…

   Lo odié durante algunos segundos y mi tentación fue decirle ¡no me escribas!, pero me contuve. 

—Bueno…, si es tu deseo...

   Después, al recordar lo que le había respondido, me sentí estúpida y me arrepentí…  Pero así de absurdos son los enamoramientos.

    Durante el encuentro nocturno me despedí de los demás… Con Ruth nos abrazamos muchas veces, pero sin pena, porque estábamos seguras de que volveríamos a vernos. 

   Y a la mañana siguiente, después de la misa, dejé Satyavanam con el corazón estrujado. Y partí, sin rumbo definido…




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