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Esta es la tapa virtual

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Diario y Capítulo 12

 Diario de Moira. Ashram de Sri Ramana Maharshi


 27 de enero  


   Es la hora de la siesta y estoy leyendo… 

   Sri Ramana dice que con la repetición de la práctica uno se acostumbra a ir hacia adentro…, que hay que esforzarse hasta que se vuelve más y más facil encontrar al Ser…, hasta que el estado se vuelve natural…, como si Dios fuera una corriente que se posesiona de uno… y ya no hay esfuerzo. 

   Recién entonces, dice, se realiza al Ser. 

   Copio textualmente:

“Hasta que esto se vuelve permanentemente natural, tu estado habitual, debes saber que no has realizado al Ser, sólo lo has vislumbrado”.

¡Qué lejos estoy de todo eso, ni siquiera lo he vislumbrado!

Y me bastaría con vislumbrarlo… 


28 de enero, por la noche


 Voy a copiar en el diario otras frases de Sri Ramana que me impactaron:


 “Si te realizas como espíritu verás que este mundo sólo es espiritual...

      El Ser es sólo uno..., es infinito y es la Realidad... 

         Sin Conciencia, tiempo y espacio no existen… 

                 La Conciencia absoluta es nuestra real naturaleza... 

                    Conocer al Ser es ser el Ser… 

                        No hay diferencia entre materia y espíritu.”


  Sigo meditando intensamente de día, y recordando por la noche. Y de nuevo es una noche increíble… 

    Voy a recordar lo que hice al irme de Nepal… Lo siento como algo lejano, que pasó hace mucho tiempo, pero fue apenas tres meses atrás… 




Capítulo  12


 De vuelta en la India. Un encuentro casual decide mi rumbo


    De nuevo fue un largo viaje… 

    Cuando entré en territorio indio me emocioné. Y seguí conmovida durante varias horas, mirando con simpatía a los seres anónimos que desfilaban ante mis ojos, al detenerse el tren en los pueblos por los que pasaba: hombres de aspecto escuálido u opulento, bellas mujeres jóvenes o arrugadísimas ancianas, niños de piel oscura y grandes ojos…

  ¡Querida India! 

   En Delhi hice lo de siempre: hospedarme en el hotel acostumbrado, hacer compras indispensables, comer en restaurantes, sentarme a tomar un chai… Y por supuesto visitar la embajada, tomar un cafecito con el cónsul y llevarme la correspondencia. 

   Esto de recibir cartas de mi familia en la embajada era una decisión de mi padre, aunque siempre me había parecido un poco absurdo. De hecho, los llamaba por teléfono con frecuencia, a cobro revertido. Pero a ellos los tranquilizaba que visitara la embajada: era para mantenerme en contacto con la única institución que se tomaría algún interés por mí si me pasaba algo. Por eso me escribían y estaba obligada a buscar sus cartas, llenas de minucias de la vida cotidiana que me llegaban como algo lejano. 

  Pero lamentablemente, mi estado anímico empezó a decaer… En Pokhara, el contacto casi permanente con el “aquí y ahora” había sido como un paréntesis. Y en Delhi ya no estaba la planta sagrada para colocarme en ese otro estado, para ayudarme a soportar el samsara. No había querido arriesgarme cruzando la frontera con los pocos gramos que me quedaban y en Delhi no sabía cómo conseguirla.  

   De todos modos, no quería seguir fumando, quería volver a la meditación… Sabía muy bien que para un duelo lo único eficaz es el tiempo y recién había pasado un mes y días desde la partida de Joan. Y aunque mi abatimiento era menor, menos intenso, allí estaba, como si fuera una sombra agazapada que al menor descuido se presentaba y me envolvía. 

   Esos días en Delhi tuve además que convivir con mi acostumbrada indecisión: ¿hacia dónde continuar el viaje? 

   No quería hacer como al principio y esperar señales mágicas o indicios de ocasión. Quería escoger los lugares con discernimiento ‒eso pensaba‒, averiguar qué me faltaba aún por conocer, qué enseñanzas me serían de ayuda. Y si bien deseaba regresar a lo del padre Mark, no sentía que fuese ya el momento. Satyavanam era un sitio muy ligado a Joan: me hablarían de él, harían preguntas, y temía que eso acentuara mi dolor. 

  Pero gracias a Dios, al quinto día de estar en Delhi, mientras hacía compras en Chandni Chowk,  sucedió algo que decidió mi rumbo…

    Estaba eligiendo una estatuilla en una tienda que, como las otras, exhibía una muestra de sus productos al aire libre, junto a la vereda por la cual circulaban innumerables personas. Sobre una gran mesa había infinidad de estatuas y estatuillas: todas las divinidades del Hinduísmo y del Budismo, en bronce y en plata. Yo quería una estatuilla pequeña para mi altar, una que no pesara demasiado, y había pensado en Krishna.  

  Algo perdida frente a los innumerables modelos, y sin distinguir a Krishna todavía,  levanté (casi sin darme cuenta) un pequeño Buda de bronce, de ojos cerrados y boca sonriente. Lo tuve unos segundos en mi mano, admirando la gracia de su sonrisa… Entonces escuché una voz junto a mí, que decía en inglés:

—Ese pequeño Buda es hermoso, pero yo escogería uno más grande.

   Miré al dueño de la voz: un rostro de ojos rasgados y piel como el marfil, de algún país asiático; un hombre joven, vestido con un hábito amarillo de monje. Tenía una sonrisa muy dulce y me señalaba un Buda en reluciente plata.

   Le agradecí el consejo y tomé en mis manos al Buda de plata, que era bastante más grande que el otro, mientras el joven monje sonreía de nuevo y, después de un namasté,  se alejaba. 

   No lo pensé demasiado, y en vez de una estatuilla de Krishna compré una de Buda. Pero preferí el pequeño Buda de bronce que había visto en primer lugar, porque el de plata, aunque pesaba lo mismo, era mucho más caro. 

   Y me fui de la tienda con la sensación de haber experimentado algo significativo, con la sensación de haber recibido un mensaje… 

  Enseguida recordé mis deseos de visitar Bodh Gaya, donde está el árbol Bodhi… 

  Y más tarde, mientras sentada en un chai-shop bebía un té con leche dulcísimo, reí para mis adentros, pensando:

  “No querías señales mágicas, pero ya ves: las quieras o no, ellas llegan y son siempre precisas, porque ese es el próximo lugar y esas son las próximas enseñanzas.”

  Compré el pasaje un rato después ‒para la tarde del día siguiente‒, y en el tiempo que faltaba para partir me despedí de Delhi dando vueltas por Connaught Place. Éste era para mí uno de los sitios céntricos más agradables, aunque no por motivos propios de una peregrina. Me gustaba sentarme en los locales elegantes que abundaban por allí, para tomar deliciosos chais acompañados por delicadezas dulces o para comer un biryani preparado con refinamiento, entre comensales indios que hablaban en inglés y llevaban  relojes de oro  o saris de seda. 

  Pero no sentía ninguna culpa: no entraba casi nunca en lugares caros y además… eso también era India. 


Bodh Gaya. Meditar


    Dejé Delhi antes que anocheciera y llegué a Bodh Gaya durante la tarde del día siguiente, luego de un cambio de vehículo en la cercana ciudad de Gaya. Sentada a mi lado viajó una señora anciana que se quedó dormida en cuanto salimos, y cuya cabeza estuvo cayendo sobre mi hombro durante gran parte de la noche. No cerré los ojos ni un instante, pero aproveché ese tiempo para repasar lo que sabía sobre el Budismo, principalmente lo que me había transmitido Joan. Lamentablemente, eso incluyó recuerdos. Y hubo uno en particular que se presentó ante mí…

Durante el viaje a Dharamsala, Joan me había dicho que todas las escuelas budistas enfatizan lo mismo: que la práctica es lo más importante. 

   “Sentarse a meditar, vamos, que se trata de eso…, de sentarse a meditar.”

  Con ese recuerdo, vinieron imágenes de él y de nuestro tiempo juntos…, y me colmé de aflicción. 

 Esos sentimientos eran una muestra del sufrimiento que causan el apego y el deseo: deseos de estar con él…, apego a su presencia...

 Pero el saberlo no me impedía sentirlo, así que pisé el suelo de Bodh Gaya con una enorme tristeza… Y enseguida me esperaba el esfuerzo de siempre al llegar a un nuevo lugar: caminar… o subirme a un rickshaw…, buscar un hotel…

  Sin embargo, hubo suerte: unos minutos después de bajar del autobús, divisé a una chica occidental que estaba por tomar un taxi. Llevada por un impulso me aproximé y le pregunté si conocía algún hotel. Después de mirarme atentamente, respondió con una graciosa mueca que iba al mejor hospedaje posible en Bodh Gaya y que podía ir con ella.

 Me subí al taxi, y apenas intercambiamos las primeras y usuales preguntas supe que era italiana y que ‒como había viajado por España‒ entendía y se hacía entender muy bien en castellano, así que cuando llegamos a destino ya estábamos contándonos nuestras vidas en mi propio idioma. 

  El mejor hospedaje posible resultó ser un centro del Budismo de Birmania, el Burmese Vihar, el cual ‒aunque era un monasterio‒ hospedaba gente que viniera en peregrinación. Me pareció un sitio muy agradable, con su pequeño templo presidido por una estatua del Buda y los cómodos espacios para alojarse que daban a un jardín. Era casi como estar en un ashram, pero con la libertad y las facilidades propias de un hotel. 

  La chica italiana, Antonella, fue mi cicerone durante los primeros días, ya que era su segunda vez en Bodh Gaya. Había venido a la India con su marido, quien era músico y estaba en Benares aprendiendo sitar*. A diferencia de otros buscadores, Antonella no era nada ecléctica, más bien todo lo contrario: era budista y solamente budista, y en  Italia formaba parte de un grupo que practicaba el Budismo Theravada.

 Me alegré por tener de nuevo una amiga, aunque la estadía de Antonella iba a ser muy breve: apenas unos pocos días.

 

  Bodh Gaya es una ciudad pequeña y está llena de templos budistas, cada uno construído con el estilo de su país de origen.  El Budismo se dividió en varias escuelas y hay muchas diferencias entre ellas,  aunque se respetan unas a otras.  

  Supe todo eso gracias a Antonella, quien también me explicó las diferentes doctrinas. El Budismo del norte, del Tibet y China (del cual ya sabía un poco porque eran las enseñanzas que seguía Joan), es muy esotérico, con su acento en la reencarnación, su sofisticado sistema de técnicas meditativas, y las profundas y reveladoras realizaciones de sus lamas. El Budismo del sur, de Sri Lanka, Birmania, Tailandia, Camboya, Laos…, llamado Theravada, con su acento en los aspectos éticos y su rigurosa observancia de las más antiguas escrituras que se conservan con las enseñanzas del Buda, las cuales están escritas en pali*, un dialecto de aquellos tiempos. 

 Cuando Antonella empezó a explicarme las Cuatro Nobles Verdades y el Óctuple Noble Sendero, no le confesé que ya lo sabía. Lo volví a escuchar, y no fue en vano, porque cada persona transmite lo que sabe con un matiz diferente. 

  Ella también enfatizó que lo más importante para el Budismo, cualquiera sea la escuela, es la práctica de la meditación. Y que aunque los métodos varían de una escuela a otra, todas coinciden en que hay que meditar para lograr la liberación, para convertirse en un ser despierto, en un buda. 

Juntas visitamos los diferentes templos y nos sentamos a practicar frente a alguna estatua del Buda. Pero no nos quedábamos mucho tiempo: a Antonella le gustaba moverse y decía que para sentarse durante horas están los retiros.   

El árbol Bodhi, que tanto había querido conocer, es un árbol enorme y está dentro del recinto del Templo Mahabodhi*. Pero no es el árbol originario, sino uno crecido a partir de aquél. Me emocioné un poco cuando lo vi por primera vez y me senté a su sombra.

 Durante los pocos días que compartí con Antonella no practiqué demasiado, pero noté que cuando lo hacía mi tristeza se atenuaba, dejaba de prestarle atención. Por eso, la tarde del mismo día en que se ella se fue, decidí sentarme a meditar con más frecuencia… 

Y lo hice: por la mañana me sentaba en el pequeño templo del Burmese Vihar y por la tarde, después de un frugal almuerzo con frutas, buscaba un sitio adecuado entre los  muchos espacios de Bodh Gaya, un sitio donde hubiera poca gente. Ciertos lugares del templo Mahabodhi solían ser tranquilos: rincones sobre el césped, ocultos entre las plantas y con sombra. Ponía uno de mis chales sobre la hierba, encima un pequeño almohadón, y allí me acomodaba durante bastante tiempo para realizar mis prácticas. 

Alguna que otra tarde me ubicaba cerca del árbol Bodhi. Me gustaba mucho sentarme allí, porque había una energía muy especial y era muy propicio para meditar, aunque también era propicio para distraerse, debido al continuo afluir de gente. 

A veces lograba estados de mucha paz mientras practicaba, pero cuando regresaba a mi mente y a mis sentimientos, regresaban los recuerdos. No lograba retener esos estados, y me sumergía nuevamente en la tristeza y el duelo. 


Amrita, periodista y feminista


Una tarde, sentada sobre mi almohadón en uno de los rincones del templo, descubrí al abrir los ojos a una señora hindú de edad mediana, quien ‒sentada sobre el césped muy cerca de mí‒ me observaba. De inmediato me saludó y se disculpó, en un inglés casi perfecto, aclarando que no había querido molestarme y que esperaba no haberlo hecho. Le sonreí y la tranquilicé, diciéndole que no me había molestado en absoluto…  

Tenía un aspecto interesante: estaba vestida con un salwar kameez en colores oscuros, era un poco gordita y usaba unos grandes anteojos de cristales gruesos. Llevaba la dupatta* sobre la cabeza, pero apenas empezó a conversar se la sacó. Sus cabellos eran cortos, con muchas canas, y tan crespos, que pensé que en vez de un peine usaba los dedos para desenredarlos. 

El cabello corto y ningún adorno, ni siquiera un anillo en sus manos regordetas: me pareció muy rara. Y pronto iba a descubrir que lo era.

De un modo muy natural, las dos sentadas sobre el césped, nos pusimos a conversar y enseguida me di cuenta que era muy culta.  Su nombre era Amrita y me contó que era periodista,  soltera,  y que vivía con una hermana y la familia de ella en Bhubaneswar, la capital del estado de Orissa*. Había venido a Bodh Gaya a recoger información para unos programas de radio que estaba preparando, los cuales tenían que ver con el Budismo.   

Me pareció que estaba muy interesada en entablar relación conmigo, lo cual comprendí enseguida. No eran muchas las ocasiones de conocer occidentales para una mujer de la India, y Amrita estaba muy interesada en los occidentales, sobre todo si éramos mujeres, ya que era feminista.

Conversamos tanto que se hizo de noche. Ella me propuso volver a encontrarnos… Y comenzamos a vernos a diario.  

Cuando caía la tarde me encontraba con Amrita para pasear y conversar, pero a pesar de que ambas estábamos allí porque era un sitio de peregrinación budista, el tema central de nuestras charlas era la lucha del feminismo en la India. Incluso al hablar con ella de temas espirituales, aparecía lo femenino… Fue Amrita quien me contó que entre los primeros místicos de la India, los sabios y poetas que escribieron los Vedas, había muchas mujeres.  

   Gracias a esas conversaciones supe cuán dominadas estaban, aunque de un modo tan ancestral y aceptado por ellas mismas, que pocas se daban cuenta. India es una sociedad patriarcal,  y si bien hubo intentos de cambiar las cosas con anterioridad, fue solamente a partir del Mahatma Gandhi y más tarde con la independencia (a mediados del siglo veinte), que comenzaron a emerger movimientos feministas de gran fuerza. Amrita me explicó que el feminismo de la India estaba intentando no copiar al de Occidente, porque las realidades son muy distintas. Incluso son distintas dentro de la sociedad india, debido a los diversos grupos religiosos. Las mujeres hindúes, aunque muy dependientes en algunos aspectos, tienen gran poder dentro del entorno familiar, ya que para el Hinduísmo ellas son tan sagradas como los hombres. En cambio las mujeres musulmanas (la segunda religión en importancia de la India), estaban mucho más sometidas y relegadas. Y Amrita me contó que ella militaba en un grupo feminista cuyo acento estaba puesto en perfeccionar la educación, porque era a partir de eso que las cosas iban a cambiar. 

  

  Una tarde, sentadas en uno de los rincones del templo Mahabodhi, me animé a hacerle una pregunta muy personal: me sorprendía mucho que fuese soltera… Es muy raro que una mujer hindú lo sea, porque todo en sus tradiciones y costumbres las empuja en dirección al matrimonio. Pero tuve un especial cuidado al formular mi pregunta, porque (como me había pasado con Radha) no quería decir algo que pudiera molestarla u ofenderla.   

    No respondió enseguida y su rostro se puso muy serio. Se sacó los anteojos y miró a lo lejos. Sus ojos eran grandes y bellos, y pensé que debía haber sido linda en su juventud…  Pero no me pareció que le molestara mi curiosidad, sino todo lo contrario, porque respondió con orgullo y pasión, moviendo sus manos con ímpetu:  

—Mira, Moira… Yo quería tener una profesión, ser una mujer independiente, participar en la sociedad, y para eso era mejor que permaneciera soltera, porque sino hubiera tenido que casarme no sólo con un hombre elegido por mis padres, sino que habría tenido que servirlo y obedecerlo en todo, incluso si las ideas de mi marido resultaban ser distintas a las mías… Y además, hubiera tenido que tener hijos… 

—¿No querías tener hijos?

—Bien, bien…, esa es una buena pregunta… ¡Ustedes, las mujeres de Occidente, hasta pueden tener hijos solas, sin un marido!... Lo sé porque leo mucho acerca de la vida en Occidente… Sí, me hubiera gustado tener hijos, si hubiera podido tenerlos sola, sin un marido a mi lado dirigiendo mi vida y la de ellos... 

   Sospeché que había en ella una secreta envidia hacia nosotras… Y de haberla, tenía sus motivos: éramos mucho más libres. 

    Más tarde, mientras retomábamos el paseo, con las sombras de la noche comenzando a teñir de oscuro las estatuas y los árboles, me confesó que desde muy joven se juró a sí misma que se libraría del matrimonio. Claro que pudo hacerlo porque su padre era un hombre de ideas modernas y con medios económicos. Por eso pudo seguir estudiando y graduarse con un master* en filosofía otorgado por una importante universidad. Y su padre,  además de aceptar su decisión de no casarse, vio con agrado (en los últimos años de su vida) como ella se abría camino en la carrera de periodista. 

   En cambio su madre, que aun vivía (lejos, con uno de sus hermanos), nunca estuvo a favor de todo eso, porque era muy respetuosa de la tradición, según la cual una mujer que rechaza el matrimonio está rehusándose a lo más importante en la vida de una mujer. Y Amrita aclaró que su madre era un ejemplo perfecto de mujer con poca instrucción, llena de ideas anticuadas, y que por eso ella creía que lo primero es la educación. 

   Lo que nunca supe fue si esa soltería había implicado castidad o si, en cambio, había tenido relaciones afectivas y sexuales con algún hombre. Nunca me atreví a preguntárselo. Dada la gran severidad en sus costumbres, sólo una relación muy secreta con alguien hubiera sido posible, no una relación abierta, libre y sin compromisos, como a veces tenemos las mujeres de Occidente. Y de haber tenido algo en secreto, no iba yo a turbarla indagando sobre eso… 


   Me gustaba mucho conversar con Amrita: era descubrir otra visión respecto a muchas cosas… 

   Como el asunto del matrimonio arreglado por las familias, el cual seguía intrigándome. Cuando le conté lo que Radha me había revelado, Amrita le dio a ese testimonio un valor relativo, diciendo que si bien esa es la usanza que prevalece y que en un número importante de casos funciona bien, también hay cada vez más jóvenes que desean elegir por su cuenta al futuro cónyugue. Porque son una multitud los que han sido obligados, desde hace siglos, a casarse con alguien que les desagradaba, o con alguien que conocían recién en el momento de la boda, o a casarse durante la niñez. Y en este último caso, aunque el matrimonio no se consumaba hasta muchos años más tarde, ya estaban comprometidos de por vida, y algunas niñas terminaban siendo viudas, cuando las casaban con hombres mayores.  

   Para Amrita, el matrimonio concertado por los padres y otros parientes, no era un aspecto valioso de su cultura, sino todo lo contrario. Y decía que era una de las paradojas de la India… Por un lado se le daba una tremenda importancia al amor entre hombre y mujer, lo cual podía apreciarse en el arte y la literatura, en el teatro y el cine. Y por otro lado, se declaraba al matrimonio como el único modo socialmente aceptable de relación y se permitía que fueran las familias las que decidieran, a partir de motivos económicos, sociales y de casta, y sin tener en cuenta ‒muchas veces‒ los sentimientos de los contrayentes. Pero me aseguró que eso estaba empezando a cambiar… 


Experiencias y comprensiones 


   Una tarde a la siesta fui a meditar a un lugar próximo al templo Mahabodhi, donde hay un gran kalyani. 

   Un kalyani es un estanque o piscina, para que los devotos puedan tomar un baño antes de sus plegarias. Y es muy común que los haya en los templos o en sus inmediaciones. 

    Este kalyani era como un pequeño lago. Tenía escalinatas que descendían hasta el agua y era un lugar bastante tranquilo, con muchos árboles rodeándolo. La leyenda dice que en este sitio el Buda pasó varios días meditando, en el importantísimo período de varias semanas durante el cual se iluminó.  

   Me ubiqué lejos de las escalinatas, a la sombra de un árbol, y estuve practicando durante horas, aprovechando que esa tarde no me encontraría con Amrita, quien estaba muy ocupada entrevistando a unos maestros budistas.   

  Al atardecer,  disminuyeron las voces y los movimientos… 

  Abrí los ojos y continué practicando con los ojos abiertos, contemplando el agua y sus reflejos… 

   Entonces, entre las innumerables imágenes, vi un rostro dibujándose con gran nitidez… 

   Era una imagen llena de vida… y era el rostro de Joan. 

   Quedé totalmente absorta contemplando su imagen, que se convirtió en el objeto de mi meditación…, hasta que dejó de ser su imagen…  

   Dejó de ser ese rostro amado, asociado al dolor, a la pérdida, a la  muerte… Y fue simplemente el rostro del samsara… 

   ¡Éste es el precio que pagamos por estar encarnados! parecía decirme la imagen.

   Después de algún tiempo, la imagen comenzó a deshacerse en el agua…

   Y de pronto… fui un Testigo que contemplaba todo: el agua…, el rostro disolviéndose…, mi cuerpo y su respiración… 

    Fenómenos, ilusiones…, creándose y descreándose…, tejiéndose y destejiéndose en la red de Maya*. 

   Y en ese estado de conciencia, en esa meditación frente a las quietas aguas del kalyani, ya nada fue demasiado importante ni doloroso.

   Yo era simplemente una conciencia que percibía…, sin sentimientos…, con total desapego.

   Simplemente un Testigo… 

 

Una decisión inesperada 

                      

   Al día siguiente, sentada cerca del árbol Bodhi, tuve una idea… Estaba mirando su grueso tronco y las grandes ramas que se extendían en todas direcciones, cuando se me ocurrió: “Tengo que viajar como hacen los sadhus y no quedarme más que unos pocos días en cada lugar”.

Esa noche analicé la idea y me pareció acertada: cuando llegaba a un lugar todo era nuevo, lo cual me animaba, pero con el pasar de los días eso se atenuaba y volvía el abatimiento.  

   Recapitulé lo que sabía sobre los sadhus. Son sannyasis* y han renunciado a todo lo que no sea buscar a Dios. Por eso no tienen apegos materiales y están casi todo el tiempo peregrinando. Y aunque se detienen en cuevas, templos y ashrams, la  tradición indica no más de tres días en cada lugar. Después tienen que moverse, para no apegarse a ningún sitio… Hay mujeres entre ellos, aunque son pocas, y se llaman sadhvis. 

 Me fascinaba esa forma de vida, sin apegos materiales, sin vivienda, yendo de lugar en lugar y buscando al Espíritu en todos lados. Y como viajar en forma incesante sería una distracción para mi tristeza, decidí volverme sadhvi por un tiempo. Iría viajando hacia el sur, y me detendría unos pocos días en cada lugar. 

Cuando se lo conté a Amrita (quien venía anunciando que partiría en breve),  lo aprobó calurosamente, aunque enseguida comentó que en realidad todo mi viaje por la India era el de una sadhvi, sólo que ahora reduciría el tiempo de estadía en cada lugar. 

—¡Bien, Moira, muy bien, esa es una muy buena idea! Y para comenzar te propongo que viajes conmigo hasta Bhubaneswar. Es una ciudad muy interesante, con muchos templos, y podrás venir de visita a mi casa: mi hermana estará muy contenta de conocerte y mis sobrinas también. Una de ellas sigue mis pasos: dice que no va a casarse y quiere ser periodista… 

  Amrita siguió hablándome acerca de su familia y de las maravillas de la ciudad donde vivía, quizás para convencerme de viajar con ella, pero era totalmente innecesario, porque estaba sintiendo que iniciar mi vagabundeo en su compañía era lo mejor que podía hacer. 

  Ella no necesitaba sacar pasaje, tenía uno especial que le permitía viajar gratis en tren por todos lados, pero me acompañó a sacar el mío.


 Dos días después, fuimos en taxi hasta la grande y cercana ciudad de Gaya, y allí nos subimos a un tren que partió a la medianoche. 

Fueron unas catorce horas de viaje, pero a diferencia de lo acostumbrado las disfruté, porque además de estar en compañía de una amiga, viajamos en un compartimiento exclusivo para mujeres de la primera clase. Era un compartimiento pequeño, con butacas forradas de terciopelo, y todo era bastante antiguo, de la época de los ingleses. Fue más cómodo viajar así, aunque para mis adentros me decía que eso no era muy propio de una sadhvi.

 Nos tocaron como compañeras de viaje una señora con sus dos hijas adolescentes, y Amrita se entretuvo dándoles lecciones de feminismo, que la señora no pareció muy interesada en escuchar pero sus hijas sí, sobre todo una de mirada inteligente. 


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