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Esta es la tapa virtual

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Diario y Capítulo 2

 Diario de Moira. Ashram de Sri Ramana Maharshi


8 de enero

   Hoy, después de la meditación matutina, me senté a leer. Sri Ramana no escribía, y  hablaba poco. Sus respuestas eran breves y concisas. Pero por suerte, algunos discípulos registraron sus palabras, las conversaciones que tenían con él, y gracias a eso podemos saber lo que decía. 

  Lo que me sorprende es que a pesar de lo poco que hablaba, encuentro todo lo que necesito saber: las respuestas a mis preguntas más esenciales…

   Un devoto le preguntó como evitar el dolor si muere alguien que amamos, y Sri Ramana respondió que muerte y nacimiento no afectan al Ser eterno, a la Realidad: “Sólo importa el logro de lo Real...” 

   Lamentablemente,  mi lectura concentrada y atenta de esta mañana fue interrumpida por este curioso personaje que se llama Hanuman, quien es un hindú* relativamente joven que está viviendo en el ashram desde hace bastante tiempo. Se puso a conversar y no pude seguir leyendo, aunque lo que dice no se aleja demasiado de lo que quiero  saber: habla todo el tiempo de Sri Ramana y sus enseñanzas. Hoy además me contó la historia de su vida, la cual es bastante asombrosa. 

   Durante su infancia el Maharshi fue un niño normal, pero en la adolescencia tuvo una experiencia interna que le reveló la realidad del Espíritu, de la Conciencia. A partir de esa experiencia  ‒como ocurre en todo místico‒ se produjo un gran cambio en él y al poco tiempo escapó de su casa rumbo a Arunachala, el monte sagrado, cuyas cuevas han sido un tradicional refugio para místicos y ermitaños. Una vez ahí, dedicó todas sus horas a meditar, y con el pasar de los años la gente supo de él y comenzó a visitarlo. 

   Y aunque era un maestro silencioso, todos dicen que lo que emanaba de él era más poderoso que las palabras. Su energía espiritual alcanzaba a los que iban a verlo, los afectaba profundamente, dándoles lo que internamente necesitaban y sobre todo dándoles paz, una completa paz. 


9 de enero, por la noche

   Esta mañana no me senté a meditar. Preferí salir a caminar e hice Pradakshina durante un par de horas. Pradakshina es un ritual que consiste en caminar alrededor de un objeto sagrado en el sentido de las agujas del reloj. Y aquí el objeto sagrado es Arunachala. 

 A un discípulo que dudaba acerca de los efectos de este ritual y le preguntó por qué y para qué hacerlo, Sri Ramana le contestó que hacer Pradakshina alrededor de Arunachala le haría bien, creyese o no él en eso.   

  Y hoy, mientras caminaba alrededor de la montaña sagrada, que en realidad es pequeña, apenas una colina o cerro, pero cuya energía es tremendamente poderosa, no pude evitar los recuerdos…   

   Ese fue el efecto de mi Pradakshina de esta mañana: recordar… En vez de ayudarme en la concentración, la perdí por completo: hubo una inundación de recuerdos. Pero aquí todos dicen que es así, que durante Pradakshina cada uno experimenta lo que tiene que experimentar. 

   El resto del día seguí distraída, perdida en los recuerdos… Tal vez necesito evocar lo que viví en los primeros meses, que ahora me parecen tan lejanos como si hubieran pasado años desde entonces. 

   Es que estoy cambiando, ya no soy la misma que era…  




Capítulo 2


Benares. Los increíbles ghats


   Fue un viaje de más de doce horas, cansador pero interesante. Tuve sentados frente a mí a una pareja de australianos homosexuales, quienes eran cultísimos y muy divertidos, e hicieron que el viaje me resultara más fácil y entretenido. En la India las mujeres no suelen viajar solas, sino con maridos, hermanos o hijos, y como ya lo sabía me había subido al tren con cierta aprensión… Por eso, cuando los dos australianos se sentaron frente a mí y empezaron a conversar, sentí un gran alivio. 

   No paramos de hablar durante casi todo el viaje, compartimos la comida que llevábamos y al llegar tomamos los tres un taxi en la estación. 

   Recién estaba amaneciendo y empecé a descubrir con ojos asombrados a esa ciudad  prodigiosa… Me pareció que entraba en un cuadro del medioevo. 

   El  taxi nos llevó a un hotel bastante desvencijado por fuera  ‒tan desvencijado como el resto de los edificios que vimos durante el trayecto‒, pero que por dentro tenía encanto y  pulcritud. A los australianos les pareció deprimente (con palabras de uno de ellos) y decidieron buscar un hotel más elegante, y por lo tanto más caro. Para mí estaba bien, porque estaba dentro de mi presupuesto, así que después de abrazos e intercambios de direcciones, les dije adiós y me hospedé ahí. 

   Me dieron una habitación amplia y cómoda, a la cual se llegaba subiendo una escalera y recorriendo un largo pasillo. Tenía un gran baño y una gran ventana, desde la cual se podía divisar el Ganges. Todo era muy antiguo y estaba un poco arruinado, pero se notaba limpieza y eso era lo más importante para mí.

   Después de una rápida ducha y cambio de ropa, salí a conocer la ciudad. Era tanta mi excitación por estar allí que no sentía cansancio. Y empecé a caminar…


   Los primeros días no hice otra cosa que caminar por las calles y sentarme frente al Ganges... 

   Benares me pareció asombrosa. Es una ciudad antiquísima, una de las más antiguas del mundo, con callecitas angostas que serpentean entre edificios de edad incalculable, sin pintura que disimule su vetustez. Tiene templos y palacios por todas partes, y el sagrado Ganges con sus ghats, las amplias y largas escalinatas de piedra por las cuales se desciende hasta el río. 

   El Ganges es el alma de la ciudad y siempre hay una muchedumbre en los ghats: gente de todas las edades y condiciones, lugareños o visitantes. Muchos de ellos son monjes,   pundits*, sadhus* o faquires*… Y abundan los profesionales callejeros, como peluqueros, masajistas, lavanderos, sacamuelas, astrólogos, vendedores de flores y de otras cosas. Y también abundan los mendigos, entre los cuales había muchos leprosos. ¡Lepra: la enfermedad del medioevo en la India de finales del siglo veinte!   

   Todo el tiempo hay gente metida en el río o cerca de la orilla, realizando rituales, orando, recitando mantras*. Y gente circulando hacia arriba y hacia abajo: grupos de mujeres con niños, grupos de hombres, grupos en procesión llevando cadáveres amortajados. Se ven monjes y sadhus realizando sus asanas*; faquires con objetos diversos clavados en su estómago y en su lengua;  pundits disertando frente a pequeños grupos; y sacerdotes conduciendo ceremonias. Y por todos lados las vacas sagradas, que  deambulan perezosamente por las escalinatas. 

   Junto al Ganges pasaba las horas, contemplando a la gente y sus actividades, con asombro, con perplejidad, con embeleso… 

   Me fascinaba mirarlos cuando se sumergían en el agua barrosa, indudablemente contaminada. Cómodamente los hombres, con sus breves dhotis* y el torso desnudo. Y rigurosamente vestidas las mujeres. Algunas personas se dedicaban a sus abluciones rituales. Otras permanecían quietas, rezando o repitiendo letanías. Y muchas, ubicadas sobre las escalinatas o sobre los muros, meditaban con los ojos cerrados,  o simplemente se secaban al sol.   

    Pronto supe que la hora más sagrada, la hora obligada para bajar al Ganges, era el amanecer. Así que trataba de despertarme antes que saliera el sol y después de un rápido chai, me dirigía a alguno de los ghats, para compartir con los hindúes ese momento de  suprema devoción. 

  Y al atardecer regresaba: esas también eran horas sagradas… Cuando había ceremonias, la cantidad de gente que asistía era impresionante. Y muchos lo hacían desde las barcas, sobre un río de tonos dorados que de a poco se cubría de sombras. 

  Sentada frente al río, escuchaba el murmullo de plegarias y mantras, mientras la luz del día se desvanecía dulcemente… 


Encuentro junto al Ganges


   Estaba un atardecer sentada en uno de los ghats…

   Era un atardecer de gran tibieza y aunque la luz comenzaba a declinar, había mucha gente aún dentro del Ganges. Ya se escuchaba el rumor de las oraciones, mientras todo se aquietaba, incluso los botes, que se movían con languidez.

   Una figura masculina sumergida en el río atrajo mi atención: estaba de perfil e inclinado sobre el agua, mojándose una y otra vez los brazos, la cabeza y el pecho. Le encontré cierto parecido al español que conociera en Delhi, aunque nos separaban varios metros y no distinguía bien su rostro. Pero algo en su figura, en sus movimientos, me decía que se trataba de él…  

     Después de largo rato entregado a sus abluciones, salió del agua. A pesar del lungi* atado a su cintura y de la poca luz, se notaba su piel pálida: todo en él indicaba a un occidental. 

     Cuando empezó a subir por las escalinatas ya no tuve dudas: era Joan, el catalán de Delhi. Le hice señas con la mano y se acercó, reconociéndome él también… Expresé  mi asombro por encontrarlo ahí:

—Dijiste que te ibas al norte, si mal no recuerdo dijiste Nepal.

—Sí, pero ya ves, he querido darme una vuelta por Benarés antes... Oye, ¿y tú, qué?... Por lo que veo, descubriendo la India sagrada... ¡Qué casualidad!... Encontrarnos aquí... Aunque…, no creo en casualidades. 

   Sí, era una curiosa coincidencia…

   Después de conversar un rato se despidió, pero me invitó a encontrarnos más tarde para compartir la cena. 

   Me fui enseguida, rumbo al hotel… Allí me duché y me cambié. Y mientras trataba de peinarme al estilo de muchas mujeres indias, con raya al medio y una única y larga trenza, sonreí frente al antiguo y manchado espejo. Mi aspecto era irremediablemente occidental: la piel demasiado blanca y el cabello demasiado claro. 

   Pero ese interés por mi apariencia me inquietó. Era un sentimiento olvidado: desear estar linda porque iba a encontrarme con un caballero. 

   Joan había quedado en buscarme (conocía Benares mejor que yo) y ya me estaba esperando en el vestíbulo del hotel cuando bajé. 

—¿Comida típica de aquí o comida europea? —dijo a modo de saludo.

—Si vas a poder aconsejarme, prefiero comida de aquí, por supuesto…

   Salimos y nos internamos por las abarrotadas callecitas… Joan me guió por ese laberinto hasta un edificio que era tan antiguo, descascarado y vetusto como cualquier otro en Benares, y del cual salía un tufillo delicioso y picante. 

    Me ayudó a elegir y volvió a comentar la curiosa coincidencia de encontrarnos. Le pregunté qué lo había hecho cambiar de planes.

—Una carta de un amigo desde España. Viene a Nepal, pero solamente por un mes, y si voy antes que él llegue tendré que estar en Kathmandú más tiempo del que deseo. Prefiero pasarlo en Benarés, y cuando él venga viajaré a Nepal… Y luego que él se vaya, es posible que haga un retiro en un monasterio budista tibetano.

—¡Qué interesante!... ¿Y después?

—Regreso a la India, al ashram del padre Mark.  

   Intercambiamos impresiones acerca de Benares y Joan, al saber que era el primer viaje largo de mi vida, preguntó por qué me había sentido atraída por la India. Le respondí que la atracción había comenzado con la práctica del hatha-yoga, pero no le conté acerca de los motivos más profundos: mi desgracia, mi prolongado duelo. No me gustaba hablar de todo eso. Inspiraba curiosas reacciones en la gente, las cuales me molestaban mucho. A veces permanecían mudos, estupefactos, o me abrumaban con su compasión, con sus frases de consuelo. Así que solía ocultar esa parte de mi vida a las personas que conocía, como si nunca hubiera sucedido. 

   Al llegar nuestro biryani*, nos dedicamos a comer en silencio, y más tarde Joan me contó nuevas cosas sobre el padre Mark…    

—El padre Mark, por lo que veo, te importa mucho —comenté.

—Pues sí... El padre Mark, sus enseñanzas, la energía que hay en su ashram... Estuve allí en mi viaje anterior, hace de eso unos cuatro años, y como mi estadía fue de pocas semanas, quedó pendiente una visita más larga… Pero esto es India… Hay muchos sitios que merecen que se los visite… Y yo no tengo prisa…  

   Esa noche nos despedimos frente a mi hotel, quedando para la mañana siguiente, bien temprano, en el ghat Dasaswamedh. 


Paseos y conversaciones   


   El encuentro en el ghat Dasaswamedh se continuó a lo largo del día: compartimos chais, almuerzo, caminatas, profundos diálogos, y también la cena. 

   Los días siguientes sucedió lo mismo. Cada mañana nos encontrábamos en alguno de los ghats y pasábamos el resto del día juntos, paseando mucho y conversando más. Visitábamos templos y ashrams, nos sentábamos junto al Ganges o en los chai-shops, y así fue creciendo una amistad con sorprendentes afinidades. Sintonizábamos, estábamos de acuerdo en casi todo: “sí, coincido contigo”, “siento como tú”, “pienso lo mismo”. 

   Nuestras conversaciones eran principalmente sobre temas espirituales. Joan sabía más que yo, tenía claridad y convicciones, y aprendí mucho de él durante esos días. Yo preguntaba y él respondía…  Y mis preguntas, generalmente, apuntaban a lo esencial.

   Como esa tarde, sentados en una de las escalinatas. Junto a nosotros se movía la marea humana y la luz del sol tenía una tibieza amable…  

—Quiero que me hables del significado de la vida, porque creo que esa es mi pregunta fundamental y que para responderla hice este viaje… ¿Para qué venimos?...  ¿Por qué estamos aquí?...  ¿Cuál es el sentido de la vida?... 

  Sonrió, quizás complacido por la pregunta.

—El padre Mark dice que el último significado y propósito de la vida no puede ser expresado ni pensado, al menos con ayuda de la razón, pero sí puede ser comprendido o experimentado intuitivamente. 

   Lo escuché con gran atención, mientras él desarrollaba esas ideas…  

 —Afirma que hay que recuperar el sentido de lo sagrado, que en el mundo moderno todo es profano, desprovisto de un significado que lo trascienda, que le dé un sentido último. Y el padre sabe que por eso los jóvenes vienen a la India, para recobrar ese sentido de lo sagrado, ese significado esencial de la vida que se ha perdido en nuestros países. Y si bien la India también lo está perdiendo de a poco, a medida que se va occidentalizando, todavía hay aquí una conexión mucho mayor con lo sagrado que en Occidente. 

—¿Y cómo se expresa todo eso? —pregunté, deslumbrada por lo que me decía.

—Pues... ya lo verás con el tiempo. Por todos lados encontrarás montañas sagradas, ríos sagrados, plantas, árboles y animales sagrados. Incluso algo muy básico en la vida de un ser humano, como el nacimiento, el matrimonio y la muerte, mantiene en la India ‒a través de los rituales y de lo que la gente siente‒ su sabor de sagrado misterio. Es como si el pueblo indio se mantuviera siempre en contacto con la Realidad Trascendente, mediante sus ceremonias, sus constantes peregrinaciones, sus ashrams y gurúes*… Pero sobre todo mediante sus sentimientos: el pueblo indio es profundamente religioso. 

  Y a modo de conclusión me dijo:

—Estoy seguro que vas a tener comprensiones… La India te dará lo que necesites… Nadie se va de aquí igual a como vino…


   Pero a veces tocábamos temas más personales…

   Me contó que había nacido en un pueblito de Cataluña, que había comenzado varias carreras universitarias pero no había terminado ninguna, y que durante los últimos años se había ganado la vida con empleos ocasionales, de esos que fastidian desde el primer día. Pero él solamente trabajaba un tiempo para ahorrar dinero y luego se iba de viaje. Ya conocía casi toda Europa y había estado en otros lugares de Asia, en países de religión budista.  

  También me contó que su familia era profundamente católica, con varios curas y hasta un obispo entre sus ancestros. Quizás por eso, el acento cristiano era muy fuerte en su búsqueda. “Mi mayor deseo es convertirme en un verdadero cristiano, coherente y consecuente con las enseñanzas de Jesús” me dijo en una ocasión. 

   Sin embargo, también le interesaban las otras religiones, principalmente el Hinduísmo y el Budismo. Tenía un gran respeto por sus rituales, de los cuales participaba y a los cuales honraba como si hubiera sido educado en esas Tradiciones. Y lo que más amaba era sumergirse en el Ganges…

—¿Qué haces cuando estás dentro del agua, meditas? —le pregunté durante una de nuestras primeras tardes junto al río.

—Sí, pues eso… Medito, recito un mantra, me conecto… No hay lugar más perfecto para conectarse con Dios que dentro del Ganges.

  Y me exhortó a meterme en el río, pero me negué. 

   En otras ocasiones repitió la propuesta, pero lo hacía con una sonrisa burlona, porque ya se había dado cuenta que jamás le diría que sí. Para mí era impensable, imposible. No podía superar el asco que me producía el agua barrosa, indudablemente repleta con desechos de todas clases. 

  Sin embargo, me fascinaba verlo a él y a otras personas como él ‒casi todas hindúes‒ metiéndose al río con alegría. Me asombraba verlos retozar, orar y (según sus ancestrales creencias) purificarse. 

   Pero no solía ver a viajeros occidentales dentro del agua. Joan era un caso raro, y en cuanto a mí: nunca me sumergí en el Ganges. 


La cremación de los muertos. Mi primera experiencia


   Joan me invitó varias veces a ver la cremación de los muertos, en el Manikarnika ghat, pero yo lo posponía... 

—No sé si me interesa ver algo así —le confesé una noche, cuando nos despedíamos frente a la puerta de mi hotel. 

—Vaya..., pues debería interesarte... Tanto en el Hinduísmo como en el Budismo se recomienda el contacto con la muerte y los maestros envían a los practicantes a meditar a los cementerios.

—¿Por qué? —pregunté muy sorprendida.

—Porque el contacto con la impermanencia, la decadencia y la muerte es una ayuda poderosa para despertar. 

—¡Ah!... No se me hubiera ocurrido, aunque… pensándolo bien…, es coherente. 

   Y recordé mi prolongado duelo y mi creciente interés por la espiritualidad a partir de eso.  

   Ese recuerdo me persuadió y quedamos para ir el día siguiente.

   Me desperté tempranísimo, antes de la salida del sol, y después de un rápido chai me subí a un rickshaw para que me acercara al Manikarnika ghat. Son muy pocos los ghats que se usan para las cremaciones, y ese era el más tradicional e importante.   

   Joan ya estaba esperándome y enseguida nos dirigimos al sitio de las cremaciones.  Me explicó que no debíamos aproximarnos demasiado, pero que él conocía un rincón algo escondido desde el cual podríamos tener una visión completa y no muy lejana.

   Mientras nos acercábamos, comencé a ver el humo y a sentir el olor. Había varias piras funerarias, algunas ardiendo con fuerza, y varios hombres moviéndose entre ellas. El humo ascendía en columnas y el olor era extraño y desagradable.

  Joan me dijo que los hombres atareados pertenecían a una de las castas más inferiores  y eran los únicos tradicionalmente dedicados a ese trabajo, que en el Hinduísmo se considera impuro, ya que tocar un cuerpo muerto es contaminante. Le pregunté si ganaban bien y me aseguró que sí y que algunos, incluso, se habían enriquecido de más. 

—Contradicciones de la India milenaria —comentó riendo—, son intocables y hacen un trabajo considerado impuro, pero ganan mucho, lo cual aquí no es nada fácil.  

   Pronto vimos a un grupo de hombres (todos vestidos de blanco), que llegaban cargando un cadáver, el cual yacía sobre una camilla de bamboo y estaba envuelto en una tela blanca de seda. 

   Varios de los hombres estaban salmodiando y uno de ellos tenía en la mano un recipiente con fuego encendido. Señalándolo, Joan me dijo:

—Ese es uno de los familiares, posiblemente el hijo mayor, el encargado de encender el fuego… Y al fuego lo traen desde la casa del muerto ya encendido…, o a lo mejor desde un templo. 

  Yo miraba todo muy impresionada, en un estado de asombro total…

  A unos metros de allí estaban arrojando los restos de otro cadáver al agua, y Joan comentó que en estas cremaciones el cuerpo no queda totalmente destruido y lo que se tira al agua no son solamente cenizas, sino partes del cadáver, como huesos semicalcinados.

   Sentí un escalofrío… 

   En otro rincón estaban haciendo una breve ceremonia, cerca de una pira. Del cadáver sólo se veía un bulto, que por la forma debía ser la cabeza. Enseguida uno de los hombres, después de dar algunas vueltas alrededor de la pira, inició el fuego en el lugar donde debían estar los pies. 

—Ese muerto es una mujer, están comenzando el fuego por los pies  —explicó Joan.

  Mi escalofrío se convirtió en un sudor helado… Estaba muy conmovida y por momentos deseaba irme, pero al mismo tiempo miraba todo con fascinación. 

   Mientras el fuego en la pira de la mujer iba creciendo, los deudos trotaban alrededor, recitando oraciones. 

  Joan continuó explicando detalles, como lo que significaban las oraciones y la casta a la cual pertenecía el sacerdote.

   Pero en algún momento, dejé de prestar atención a lo que Joan decía...


   Estaba absorta, mirando el fuego que consumía lentamente el cuerpo de quien había sido una mujer igual que yo…, con sus penas y alegrías…, sus temores y esperanzas... 

   Ahora era solamente un cuerpo muerto…, materia ofrecida a la purificación del fuego. 

   Ahora no era nada…

   Nada… 

   Nada….

   Me sentí mal, como si fuera a desmayarme… 

   Di la espalda a lo que veía, deslizándome hasta el suelo y apoyándome en el muro que nos escondía, mientras esa palabra se repetía en mí, incansablemente, como si fuera un mantra…

   Nada… Nada… Nada…

   Y de pronto, todos mis pensamientos se detuvieron… y una calma desconocida me invadió. 

  Una calma completa, poderosa…

  Entonces… supe.

  Supe…

  Supe que el universo sería un sin sentido si de algo tan complejo como es un ser humano, de algo tan lleno de vida y de inteligencia y de sentimientos y anhelos, solamente quedara un cuerpo muerto. 

  Supe que es verdad lo que dicen los místicos: que el cuerpo es solamente una parte de lo que somos, que hay algo en nosotros que es eterno. 

  Pero esto no fue un razonamiento. No fue mi mente pensando, discurriendo.

  Fue una revelación: una certeza absoluta. 

  Como si algo se hubiera abierto en mí, dándome una total comprensión. 

  Simplemente… supe. 

  Somos eternos…  

  Esta revelación vino acompañada por una alegría intensa…, por una felicidad desconocida… 

  La muerte es apenas una transición… 

  Somos eternos…

 

   Estuve algún tiempo sumida en esa alegría…, hasta que advertí el rostro de Joan muy cerca del mío.  Se había sentado a mi lado y estaba mirándome con curiosidad. 

—¿Te sientes mal?

  Me costó reaccionar, responderle… Estaba y no estaba ahí… Era todo muy extraño.

—Me acaba de ocurrir algo, pero no sé como decírtelo… Nunca me pasó algo así. 

  Traté de contarle lo sucedido, mientras él me escuchaba con expresión asombrada. Pero me costaba hablar y no pude contar gran cosa. 

   Sin embargo, después de mi intento de explicación, Joan dijo:

 —Pues… ¡qué bien!… Has tenido una experiencia espiritual y por lo que veo, la primera…

  Y siguió hablando, pero yo apenas lo escuchaba…

  Al rato, sintiendo que necesitaba estar a solas, me levanté y me despedí.  

  Volví al hotel… Y una vez allí,  me recosté en la cama y seguí en un estado muy raro hasta que me quedé dormida. 

   Cuando desperté era casi de noche y lo primero que hice fue ponerme a llorar.

   Lloré largo rato, pero de felicidad y agradecimiento, porque consideraba lo sucedido  como un regalo.

  Luego me asomé a la ventana para mirar el cielo… Era un cielo de oscuro terciopelo, colmado de estrellas. 

   Y sentí que todo era perfecto... 


Joan


   Los días siguientes fueron hermosos. El recuerdo de la experiencia continuaba en mí… 

   Me sentía feliz, y Joan participaba de mi alegría, mientras nuestra amistad se profundizaba.

   A veces me confesaba cosas muy íntimas, como una tarde en que ‒después de su baño en el Ganges‒ se había acomodado junto a mí para secarse al sol. Le pregunté acerca de su vida en España y él respondió con sinceridad, sin ocultar sus incertezas.

—Pues… no sé lo que haré cuando vuelva a España... No sé si quiero seguir viviendo en Barcelona…  Más de una vez pensé en volver al pueblo de mi familia, donde hay una casa semi abandonada que podría restaurar… Aunque vamos, el tema del dinero lo tendría más difícil que en la ciudad... La pura verdad: no sé qué tengo que hacer con mi vida...   

—¿Quieres decir que no sabes cuál es tu trabajo, tu vocación?

—Pues es eso… y es más que eso... Todo lo que hice hasta ahora, no sólo el trabajo, me ha dejado insatisfecho. Es que… me gustaría un cambio…, pero no sé todavía cuál es el camino que debo seguir...

   No supe qué decirle… y él continuó:

—Mira, las cosas habitualmente se hacen porque hay que hacerlas… Hay que estudiar, graduarse, tener una profesión... Y además de eso hay que casarse, tener hijos, tener una familia... Y yo siempre he sentido todo eso como una pesada obligación, como un deber, no como algo que realmente deseara. 

—Pero… alguna idea tendrás…, alguna idea acerca de lo que te gustaría.

   No respondió enseguida. Quedó en silencio, con la mirada perdida, como buscando la respuesta dentro de sí mismo, hasta que ‒con alguna emoción en su voz‒ dijo:

—Nada me produce tanta felicidad como cuando me ocupo de otras personas, sobre todo si son personas que  sufren… Ayudar, cuidar, proteger a otros: eso me hace feliz. 

—Entonces, tu tarea en el mundo debería estar relacionada con eso.  

   Me miró como asintiendo, pero no hizo comentarios… Y enseguida se levantó y se metió de nuevo en el Ganges. 

  Ese anhelo de ayudar a otros parecía ser muy fuerte y lo pude comprobar cuando ocurrió el incidente con el leproso…

   Esa mañana yo había llegado al gath Dasaswamedh un poco más tarde que lo habitual. Sobre las escalinatas había, como siempre, una hilera de leprosos mendigando. Parecían salidos de un cuadro del medioevo: andrajosos, con muñones en lugar de dedos y narices, pero inexplicablemente contentos la mayoría de ellos. 

   Mientras descendía, vi a Joan acuclillado delante de un leproso. El hombre estaba sentado contra el muro, con la escudilla de mendigar a sus pies. Su ropa, de un blanco grisáceo, estaba muy rota. Era joven y tremendamente delgado, pero su aspecto no era demasiado horrendo, la lepra todavía no lo había destruído. 

   Me detuve a escasa distancia y me quedé mirándolos…

   Joan estaba examinando los vendajes de las manos del leproso y haciéndole preguntas en su limitado hindi. El hombre respondía muy sonriente. 

   Yo los miraba con un sentimiento mixto de miedo, asco y admiración por Joan, quien no temía tocar a un leproso.

—No es como te lo imaginas —me dijo después de despedirse del mendigo—. Estuve un par de meses como voluntario en un leprosario, en mi viaje anterior, y se te van los temores cuando te enteras acerca de la lepra... No voy a contagiarme por haber tocado sus manos. 

   Y riéndose, hizo ademán de tocar mi cara con los dedos que habían tocado al leproso. Instintivamente me eché hacia atrás.

—Pues mira..., para que dejes de sentir asco, voy a limpiarme en el Ganges. 

   Me quedé en la orilla mientras lo veía entrar en el río... Sumergió varias veces sus manos y brazos en el agua oscura, el agua sagrada… ¿Realmente creía Joan que en ese río sucio y contaminado iba a limpiarse y purificarse? Me costaba creerlo, y sin embargo…

  Cuando salió del río me contó lo que sabía sobre la lepra.  Es una enfermedad típica de la pobreza y se cura con un medicamento de un conocido laboratorio internacional. No es tan fácil contagiarse: aparece después de un largo tiempo de contacto con otro enfermo. O sea: tendría que estar completamente erradicada. Sin embargo, en la India de fines del siglo XX había muchísimos leprosos. Y aunque había leprosarios, centros de sanación, la lepra continuaba. 


    Pero algo más sucedió esa mañana, mientras miraba a Joan purificándose en el Ganges. Me di cuenta de algo… 

   Después de lavarse varias veces, Joan había cerrado los ojos y plegado sus manos en actitud de oración, permaneciendo quieto unos minutos… El brillo del sol creaba un halo a su alrededor y su rostro tenía una serena belleza. 

  Me pareció hermoso.

  Y fue en ese momento...  Fue en ese momento que me di cuenta. 

  Después de tantos años de soledad, de tantos años de fidelidad al recuerdo de mi marido, estaba por primera vez profundamente interesada en un hombre. 

  Y era algo tan nuevo e inesperado que sentí temor. 

                                                     

    Una tarde Joan me anunció que se iba al día siguiente. No me gustó saberlo, aunque estaba previsto: habían pasado más de tres semanas. 

    Cuando esa noche nos despedimos, le pregunté si volveríamos a vernos.

  —Pues… no lo sé… ¿Irás a Satyavanam, a conocer al padre Mark?

   Asentí con énfasis.

—Pues entonces es muy posible que sí: iré a partir de abril o mayo… Me dará gusto verte allí. 

  Nos dimos un beso en cada mejilla y un fuerte abrazo. Y lo miré perderse por la callecita oscura…

  Con cierto desánimo, subí las escaleras y llegué a mi cuarto. 

  Me desvestí y me asomé por la ventana a contemplar la noche. Detrás de los edificios se asomaba el Ganges, brillante por el reflejo de la luna en sus aguas oscuras.  

   Entonces recordé unas palabras de mi maestra de hatha-yoga: “India es mágica... Hay encuentros increíbles, sabemos de maestros y enseñanzas que nos atraen poderosamente, todos los propósitos iniciales se modifican... Lo mejor es dejarse  llevar por eso...”

  Bueno, me dejaría llevar por eso… 

  Y eso, ahora, significaba ir hacia el sur, hacia el ashram del padre Mark, y estar allí cuando Joan llegara.



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