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Esta es la tapa virtual

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Diario y Capítulo 5

 Diario de Moira. Ashram de Sri Ramana Maharshi


16 de enero, a la siesta


   Los recuerdos de mi experiencia en la Sociedad Teosófica me llevaron a buscar qué decía el Maharshi acerca de la reencarnación. Comprobé que como a todas las preguntas, las referidas a este tema las desviaba hacia lo esencial, diciendo que ni muerte ni nacimiento afectan al Ser eterno. 

   Pero a veces, sus respuestas eran graciosas… Cuando alguien le preguntó por qué no recordamos nuestras vidas anteriores, respondió que Dios había ocultado ese conocimiento de la gente, porque si las personas supieran que fueron virtuosas se volverían arrogantes y si supieran lo contrario se deprimirían, y ambas cosas son malas. Y que bastaba con conocer al Ser, a la Realidad. 


16 de enero, por la noche


  Todo el tiempo llega gente nueva. Y aunque por lo general no hablo con nadie, porque no quiero distraerme, si los recién llegados me interesan me acerco a ellos para conocerlos. Como sucedió con la pareja de españoles.

 Supe que lo eran por casualidad, al pasar cerca mientras dialogaban en un lugar de los jardines. Entonces los saludé… Se llaman Ana y Javier, y son de Madrid. Me gustó conocerlos. La voz de él se parece a la de Joan, y me parecía escuchar a Joan cuando conversaba con Javier. 


     Y ahora es casi la medianoche. El cielo parece de azabache y está cubierto por diamantes que destellan… 

   Una noche preciosa, perfecta para recordar mi encuentro con el padre Mark.  ¡Son  recuerdos tan hermosos!… Sobre todo los de las primeras semanas. 




Capítulo  5


El viaje hasta Satyavanam


   Después de la segunda visita a la Sociedad Teosófica (a mediados del mes de abril), consideré que había llegado el momento de irme y conocer al padre Mark. Antes no hubiera sido atinado, porque era un ashram cristiano y habían sido los días de Pascua. Ahora, en cambio, supuse que tendrían lugar. Así que mandé una breve misiva anunciando mi visita (como me había aconsejado Joan que hiciera)  y una noche tomé un autobús directo a Tiruchirapalli, la ciudad cercana al ashram. 

   Pero… pasé toda la noche del viaje despierta y cuando llegamos, en plena madrugada, me sentía mal. Mientras desayunaba y esperaba que despuntara el día, reflexioné que no era sensato llegar al ashram sintiéndome mal y que lo mejor sería quedarme un día en la ciudad. 

    En la terminal me recomendaron un hotel que no estaba lejos; y allí me dieron una habitación casi de lujo. Después de una larga ducha, me zambullí en la cama y dormí durante varias horas… Cuando desperté ya se ponía el sol y tenía un apetito feroz, así que me vestí apresuradamente y salí en busca de un restaurante. 

   Cené un abundante biryani vegetariano y anduve paseando un poco por las calles de Tiruchirapalli. Pero estaba inquieta y no disfruté demasiado del  paseo. ¿Ya estaría Joan en el ashram?... ¿Me gustaría el padre Mark?

   Volví al hotel, me acosté de nuevo y al despertar era muy avanzada la mañana. Y cuando me fui del hotel era casi el mediodía: no me pareció una hora prudente para llegar, justo antes o durante el almuerzo, así que busqué un lugar para sentarme y comer.

   Pedí dosa, que es un panqueque de arroz acompañado por espesas salsas, y bajji, una variedad de vegetales. Y como afuera el sol abrasaba, decidí aguardar un par de horas más, mientras tomaba un café tras otro.  

  Finalmente,  salí del restaurante para buscar un taxi.


   Después de un trayecto bastante largo llegué al ashram. La entrada era un pórtico pintado de rosa sobre el cual se veían varias esculturas. Eran figuras sentadas, con el estilo y los colores de las murtis* hindúes, aunque me pareció que representaban a   santos cristianos.  

   Entré y avancé por un camino bordeado de altas palmeras hasta que llegué a la recepción, donde el encargado, un señor indio de edad madura, me recibió con gran amabilidad. Debido a mi carta me esperaban y me habían preparado una habitación. Le pregunté por Joan y me respondió que no estaba ni habían recibido carta de él todavía.

   La habitación era pequeña, sencilla y cómoda. Una cama, una tabla enganchada a la pared a modo de mesa y una silla, además de un par de estantes para la ropa. 

   Ese cuarto y otros pocos más eran parte de una modesta edificación con techo de paja, y todos daban a un pasillo abierto al jardín. Se veían muchos árboles y plantas, y justo delante de mi habitación había un espeso arbusto con flores anaranjadas de suave perfume. 

   El encargado me dio una hoja de papel con los horarios de las actividades y dijo que vendría más tarde a buscarme para que conociera al padre Mark. 

   Me apresuré… Acomodé mis cosas y tomé una ducha en el baño, el cual estaba al final del pasillo y era de madera y tan modesto como todo lo demás. En realidad me había duchado por la mañana en el hotel, pero el calor me había hecho transpirar y quería estar impecable para el encuentro con el padre. Me puse ropa muy sencilla: pantalones y la kurta de color ocre.  

   Estaba inquieta, intrigada… Joan me había hablado del padre con tanta admiración: ¿Sentiría yo lo mismo? 


Primer encuentro con el padre Mark


   Estaba terminando de vestirme cuando golpearon suavemente la puerta. Al abrirla vi al encargado:

—Puedo acompañarla ahora para que salude al padre —dijo con una firmeza que no dejaba lugar a postergaciones. 

  Le pedí que me aguardara unos segundos... Tenía el cabello mojado, quizás no estaba presentable, así que busqué en el estante mi chal blanco y me cubrí la cabeza. 

   Tuvimos que recorrer un largo sendero…, hasta que el encargado se detuvo a pocos metros de una modesta casita con techo de paja, diciendo: 

—Éste es el hogar del padre. 

   Era una vivienda de tamaño mínimo, de construcción muy humilde, con una puerta, una ventana, un pequeño jardín por delante y altísimos árboles ‒palmeras, cocos y bananeros‒  que le daban sombra. 

   Detrás de la ventana abierta divisé la figura de un anciano. Vestía una túnica color azafrán que le dejaba los brazos y un hombro al descubierto, y parecía estar escribiendo, sentado frente a una mesa junto a la ventana. 

  Aguardamos en silencio… y pasaron varios minutos, hasta que el padre levantó la cabeza y nos vio, saludándonos con una sonrisa y un gesto. 

   Mi acompañante, adelantándose y haciendo una leve inclinación de cabeza, le dijo al padre que yo venía de Argentina, y después de intercambiar unas palabras con él se marchó. 

  Y el padre, con una seña y un namasté, me invitó a acercarme… 

   Mientras me aproximaba, su rostro se fue definiendo. 

   Vi el brillo de sus ojos claros. 

   Y su sonrisa.

   Tenía una espesa barba blanca, el cabello blanco y largo, y unos ojos azules muy luminosos. 

   Parecía la imagen de la pureza.

   Enseguida percibí algo inmensamente amoroso proviniendo de él, algo inefable. 

   Entonces… mis pensamientos se detuvieron.

   Sentí calor en el pecho…, en las mejillas.

   Y me invadió un sentimiento de amor tan fuerte y repentino como inexplicable. 

   Un sentimiento de amor purísimo…, distinto a otras formas de amor que hubiera sentido hasta entonces.  

   Me quedé inmóvil frente a su ventana, mientras él me miraba sonriente y hacía preguntas.   

    Respondí como pude, porque ese amor incomprensible me paralizaba. 

—Mi nombre es Moira…, soy de Buenos Aires…, supe de Satyavanam por un amigo español. 

   Balbuceando, le di el nombre completo de Joan, a quien él recordó enseguida.

   Después, me quedé  mirándolo con embeleso…

   Y él continuó dialogando, de un modo breve y formal, mientras yo me expresaba con monosílabos.  

   Me preguntó si la habitación me resultaba cómoda y cuánto tiempo deseaba quedarme. Me informó que había encuentros comunitarios por la mañana y por la tarde, para conversar y compartir un café con leche (leche ordeñada de las vacas que había en el ashram), y que si necesitaba conversar con él en privado bastaba con acercarme a su morada y aguardar hasta que él me llamase. 

   Fui entonces consciente de dos realidades a la vez… 

   Por un lado ese monje anciano, humilde, que se preocupaba por mi comodidad y que me hablaba en un inglés muy británico de cosas tan triviales como mi habitación y la rutina del ashram. 

   Por otro lado esa energía amorosa, portentosa,  que parecía venir de él y me envolvía, deteniendo mis pensamientos y haciéndome casi llorar.

  Lo que sentía era desconcertante…  

   Finalmente el padre me despidió haciendo un namasté, que respondí de igual manera, y desbordante de amor volví a mi habitación. 

   En un rato empezaría una disertación suya. Y ese tiempo de espera me pareció interminable: quería escuchar al padre, conocer a la gente que estaba allí, participar de las actividades…

    

Su primera charla 

 

   La disertación tuvo lugar en un ámbito circular, sin paredes, con un techo de madera sostenido por troncos. En el centro había una curiosa escultura: cuatro figuras idénticas de Jesús Cristo, enfrentando los cuatro puntos cardinales. Estaban sentadas en postura de meditación, con las manos sobre las rodillas realizando un mudra*, y la piel de mármol de los cuatro Cristos era negra.

   Cuando llegué había ya varias personas, ubicadas en el suelo sobre almohadones o tapetes… Algunas parecían meditar, con sus ojos cerrados; otras conversaban en voz baja. 

   Al cabo de un rato vino el padre. Su cuerpo era como un junco, alto y enjuto, levemente inclinado hacia adelante, y el hábito color azafrán ‒el kavi*‒ le llegaba hasta a los pies, los cuales estaban descalzos. 

   Se sentó en el suelo frente a nosotros, sobre una pequeña alfombra de paja. Traía consigo un par de libros y unas hojas manuscritas.

—Saben, hoy comenzaremos un nuevo tema —dijo, mientras se ponía los anteojos de leer.   

   “Llego justo” pensé. 

—Leeremos algunos de los Upanishads y a partir de esa lectura, haremos una comparación entre el Hinduísmo y el Cristianismo… ¡Esto es muy importante! 

   El padre comenzó a leer… y de a ratos se detenía para comentar lo leído, explicando qué eran los Vedas y los Upanishads como parte de sus comentarios.  Los Vedas son los textos más antiguos del Hinduísmo, inicialmente propagados mediante transmisión oral, y están creados por pensadores y poetas a partir de su experiencia interna. Los Upanishads, los últimos textos de los Vedas, son los más filosóficos y transmiten  profundos conocimientos espirituales.

   Cuando hacía comentarios el padre se sacaba los anteojos y nos miraba, atento a nuestras reacciones. 

    Y en algún momento dijo:

—La visión de los hindúes es la de una cósmica unidad, en la cual el ser humano y la naturaleza están sostenidos por un Espíritu que impregna todo. Y es esta visión lo que Occidente necesita aprender de Oriente.   

   Y enfatizó que uno de los mensajes más importantes de los Upanishads es que el Espíritu solamente puede ser conocido mediante la unión con Él. Y que esto es posible porque el Espíritu, Brahman*, está presente en cada uno de nosotros, es Atman*, nuestro propio ser.   

—“El Ser, más pequeño que lo pequeño, más grande que lo grande, está escondido en el corazón de cada criatura”  —leyó.

  

   Lo escuchaba con enorme interés y a los demás parecía ocurrirles lo mismo: todos quietos, sentados frente a él. A pesar de tocar temas muy abstractos, el padre lograba capturar por completo nuestra atención.   

   Pero de tanto en tanto, yo miraba a mi alrededor con alegría…

   ¡Me sentía tan bien! 

   Todo me parecía hermoso y perfecto. El sol del atardecer que brillaba detrás del padre; el padre, que también brillaba; los cuatro Cristos negros en su meditación eterna. 

   ¡Todo era perfecto!


Ruth, una amiga del alma


   Desde esa misma tarde comencé a participar de las actividades fijas del ashram, y mis días se deslizaron entre meditaciones, misas y enseñanzas, pero también vida social. Había dos circunstancias de intensa comunicación que se repetían a diario, a media mañana y por la tarde, cuando nos reuníamos para tomar el café con leche. Lo hacíamos en una placita redonda, la cual estaba rodeada de palmeras que le daban sombra y de plantas que le daban perfume. 

   Fue allí que empecé a conocer gente y a descubrir mi afinidad con ellos. Y en una de las primeras mañanas conocí a Ruth… 

   Yo estaba sentada sobre un tronco, bebiendo mi café y mirando complacida a unos y otras, cuando se me acercó una chica ligeramente gordita, de rostro amable y sonrisa simpática. Estaba vestida con una túnica blanca que le llegaba hasta los pies y su mirada era franca e inteligente. 

—¿Hola, tu primera vez en Satyavanam? —preguntó en un inglés muy norteamericano.

   Enseguida supe que era de California (donde se estaba formando en una importante universidad, en algo relacionado con la educación), y que ésta era la tercera vez que venía a la India y a lo del padre Mark.  

—India es como un imán para mí, vengo cada vez que puedo —me confesó, y a continuación  me contó con lujo de detalles su experiencia en la India y en Satyavanam.

   Desde el primer instante Ruth me encantó. Y fue mutuo. Empezamos a encontrarnos con frecuencia y en muy pocos días nos hicimos íntimas. Como ella solía decir: “nos reconocimos como amigas del alma, como hermanas espirituales”.

   Ruth era profunda, sincera y sabia, con una inteligencia brillante que compensaba su escasa belleza física. Tenía cara de ratoncito, cabellos de color castaño opaco peinados sin ninguna gracia, y se vestía con unas túnicas en tela rústica que parecían bolsas. Era ropa especial para su estadía en la India y se las hacía ella misma.  

   Practicaba meditación desde muchos años atrás y lo que más le importaba en la vida era la búsqueda espiritual. 

—Tú eres muy mística  —le dije un día.

—Tú también  —me respondió muy segura.

—¿Sí? —pregunté dudando, aunque contenta de que dijera eso—. ¿Te parece?

—Sí, es indudable... Tu estilo introvertido, tu ritmo contemplativo, tu emoción en la misa... Y aunque eres silenciosa, tienes una actitud despierta, atenta. 

  Entonces me animé a contarle mi experiencia en Benares, mientras miraba cremar a los muertos, para ver si su interpretación coincidía con la de Joan. Se la conté como pude, porque nada de lo comunicado era igual a lo experimentado, pero logré transmitirle mis sentimientos y mi comprensión: la absoluta certeza de que somos eternos.

   Cuando terminé mi relato, Ruth me abrazó con alegría.

—¡Esa fue una gran realización, una verdadera experiencia mística!... Ya ves, eres mística. 

 —¿Por qué estás tan segura de que fue una experiencia mística?

 —¿Por qué?... Porque no fue algo que pensaste, no fue una reflexión, fue una gran intuición, una revelación, algo que supiste de un modo inmediato… ¡Ahora, tú sabes!

—Sí…, pero a veces dudo de eso que experimenté.

—Okay, con frecuencia ocurre… Por eso necesitamos un maestro, un instructor… Nos sentimos desorientados después de esas experiencias y necesitamos poder hablarlas con alguien que las haya tenido, que las comprenda. Además hay que profundizar en alguna práctica, porque lo que tuviste fue una experiencia espontánea y es necesario que eso enraice en ti, que se haga parte de lo que eres. Sólo entonces podrás transformarte.

   Entendí lo que me dijo a medias, como muchas otras cosas que decía. Y me consolé pensando que ella llevaba años de búsqueda espiritual, mientras que yo recién empezaba. 

    

 La vida cotidiana en el ashram: viviendo en el paraíso  

El amor por el maestro


   El misterio de la energía, de la vibración que emiten personas y sitios... En Satyavanam ese misterio se imponía. Era como vivir en el paraíso… o como nos imaginamos que puede ser el paraíso.

   Durante esas primeras semanas, la ansiedad y los cambios de humor desaparecieron de mi vivencias anímicas. Fui estabilizándome en un estado de serenidad, contento y armonía.

   Era feliz, y lo era de un modo apacible, sin altibajos.  

   Y cada vez que veía al padre, sentía ese inexplicable amor… Era tan extraño: un sentimiento de absoluta pureza, pleno de respeto y reverencia. 

  —Es el amor por el maestro —me dijo Ruth cuando se lo conté—. Yo siento lo mismo por el padre Mark. Cuando estoy aquí lo que más anhelo es verlo o escucharlo, y además servirlo.

   Fue tranquilizador saber que ella sentía lo mismo que yo. 

    

    Había dos horarios de meditación: una hora al alba y una hora al atardecer. Durante esos períodos cada uno se sentaba a meditar a solas, en el lugar que prefiriera. Pero estábamos sintonizados unos con otros, ya que todos estábamos haciendo lo mismo.  

   A mí me gustaba ‒sobretodo al amanecer‒ ir a la orilla del río, que estaba cerca del ashram. Allí me acomodaba sobre una piedra o contra algún tronco… El sol recién despuntaba, suave y tibiamente, y mis primeros pensamientos eran para Dios, a quien ofrecía mi meditación… 

       Om Sri Bhagavate  

       Satchitanandaya Namaha 

       (Saludemos al Señor que es Ser, Conciencia, Éxtasis)


   Todos prestábamos alguna colaboración en el ashram, la cual en mi caso solía consistir en pelar y cortar verduras por las mañanas.

   Y  un par de veces me tocó servir la comida… 

    El comedor era un gran espacio rectangular, con paredes pintadas de color verde claro. Nos sentábamos en dos hileras enfrentadas, sobre el suelo, con excepción de las personas mayores, a quienes se proveía de sillas.  

   El padre compartía todas las comidas con nosotros, sentado como uno más sobre el suelo, en el extremo de una hilera. Y las veces que me tocó ayudar, me asombré ante su frugalidad. Apenas le había servido un cucharón con arroz y verduras, y ya su mano hacía un gesto indicando que era suficiente con eso.   

    Las comidas también eran un deleite para el alma: mientras en silencio consumíamos los alimentos, escuchábamos fragmentos de textos sagrados leídos por algún discípulo.   

   Entonces el acto de comer, tan unido al cuerpo y a la materia, parecía imbuírse de una cualidad sagrada. Desaparecía ese habitual goce de los sentidos. Dábamos a  nuestro cuerpo el alimento que necesitaba, pero nuestra atención se enfocaba en algo más esencial, en algo que nos nutría espiritualmente. 


   Había tres misas diarias y asistir a ellas era glorioso…

   La  capilla  ‒pintada de color terracota por dentro y por fuera‒ era tan sencilla como todos los demás edificios del ashram. Al estilo de muchos templos hindúes, tenía el altar dentro de un espacio semicerrado y oscuro, sobre una altura de la cual descendían unos pocos escalones.

   Delante de esos escalones se ubicaba el padre y a sus costados los monjes que hubiera en el ashram, tanto residentes como visitantes. 

   A pesar de su simplicidad, o tal vez por eso, era una capilla muy hermosa. Las imágenes estaban adornadas con guirnaldas de flores, el incienso ardía todo el tiempo en el altar, y la misa integraba en sus rituales a las religiones de Oriente y Occidente. 

   Nos sentábamos en el suelo y una vez todos ubicados, comenzaban los cánticos devocionales, los bhajans. El padre y los monjes los conducían, mientras tocaban  instrumentos de viento y de percusión. El padre Mark tocaba con las manos un pequeño tambor llamado kanjira*. 

   Esos cánticos eran conmovedores: el padre al frente con su kanjira y todos cantando, orando en alta voz…


Om Asato ma sadgamaya                       Desde lo irreal condúceme a lo real  

Tamaso ma jyotirgamaya                       Desde la oscuridad condúceme a la luz

Mrityor ma amritamgamaya         Desde la muerte condúceme a la inmortalidad 

 

   Y cuando el padre daba el sermón, sus palabras me impresionaban de un modo imborrable, no solamente por lo que decía, sino ‒y sobre todo‒ por cómo lo decía. Nunca, en las pocas veces que en mi vida asistiera a una misa y escuchara al sacerdote, había percibido esa fuerza, esa convicción, esa verdad. Todo en él era inspirador…

   Recuerdo frases de sus sermones, como esa vez en que ‒con las manos unidas y la mirada resplandeciente‒ pronunció:

—La plegaria y la meditación son maneras de ir más allá de las apariencias y tocar la Realidad... Meditar es una forma de ir más allá del ego y abrirse al Espíritu,  permitiendo que éste nos transforme. 

O esa otra vez:

La palabra Dios tiene infinidad de significados y ninguno de ellos es adecuado…, señala Algo que está más allá de las palabras y las cosas. 

 Y él también parecía estar más allá de las palabras y las cosas, casi etéreo, luminoso… 

     

Krishnadas, el swami colombiano


   A medida que pasaban los días, fui conociendo a otras personas. Casi todas eran de origen europeo o norteamericano, aunque para mi gran sorpresa apareció ‒cuando ya llevaba varios días allí‒ un swami colombiano, quien hacía cuatro años que estaba en el ashram. No lo había conocido antes porque estaba en viaje de peregrinación.

   Tenía unos años más que yo y nada en su aspecto denunciaba su origen latino. Vestido como el padre (con el hábito color azafrán), su barba, sus largos cabellos negros, sus ojos muy oscuros, lo hacían parecer un hindú más. El padre Mark le había dado el nombre de  Krishnadas, que significa servidor de Krishna. 

   Era músico, y había venido a la India muchos años atrás para aprender música hindú. Durante su vagabundeo de un sitio a otro escuchó acerca del padre y le hizo una visita. Lo que sintió al conocerlo dio por tierra con todos sus planes y se quedó. Pertenecía a una familia bastante acomodada y gracias a eso recibía una pequeña suma de dinero periódicamente, la cual le permitía vivir en la India sin problemas. 

   Krishnadas tenía su propio bamboo hut* y supe, gracias a Ruth, que dedicaba gran parte de su tiempo a la música, ya que el padre le había dicho que su forma de conectar con Dios era tocando sus instrumentos y componiendo. 

   Al principio me pareció algo distante y el hecho de que fuera un swami me imponía cierto respeto, pero pronto nos hicimos amigos. Conversábamos mucho (¡qué placer conversar en nuestro idioma!), y a menudo lo escuchaba tocar. El instrumento que más empleaba era el sundari, un especie de pequeña flauta, aunque también usaba otros: de viento, de cuerdas y de percusión. Y su música era muy hermosa: una extraña mezcla de melodías hindúes y tonadas latinoamericanas. 


Aprendizajes


    Jamás me perdía las disertaciones del padre, quien seguía leyéndonos los Upanishads y comparando las religiones occidentales con las orientales. 

    El padre afirmaba que la religión cristiana es extrovertida: apunta al amor hacia los demás y a la caridad. Y que lo que tiene que aprender del Budismo y del Hinduísmo es su interioridad. También decía que las religiones semíticas, o sea, el Cristianismo, el Judaísmo y el Islamismo, tienen una seria limitación: su intolerancia. Y eso se debe a que han crecido con la convicción de que son la única y verdadera religión. En cambio, en las Tradiciones orientales, con sus innumerables divisiones y escuelas, hay respeto por los demás, hay paz entre ellos. 

    Pero a veces decía que en realidad todas las religiones son limitadas, porque están condicionadas por la cultura de donde emergieron, y que sus formas externas desaparecerán con el tiempo, cuando sean reinterpretadas de acuerdo a una visión moderna del mundo, y no a partir de la razón sino a partir de la experiencia mística.

   Esa experiencia mística a la cual debíamos aspirar, porque sólo ella nos permitiría conocer la Verdad. 

    A menudo hablaba sobre la simplicidad voluntaria: una forma de vida de renuncia a lo superfluo, de desapego respecto al mundo material. Ésta consiste en no ambicionar más bienes materiales que los básicamente necesarios para la subsistencia. “Tenemos más de lo necesario, sobre todo en Occidente”, decía el padre a menudo. 

  A esta simplicidad voluntaria la tomé como una norma para mi vida, comprendiendo que no precisaba de muchos bienes materiales para ser feliz. 


   Habitualmente reflexionaba sobre lo que el padre había dicho y cuando había juntado varias preguntas para hacerle me acercaba a su bamboo hut, esperando con cierta timidez que me concediera unos minutos.

   Él siempre me recibía ‒lo cual hacía con todos‒, me escuchaba con atención y amabilidad, y sus respuestas eran invariablemente profundas, plenas de sabiduría. 

   En la segunda entrevista (y debido a algo que él había dicho en un sermón), le pregunté cómo hacer para conocer la voluntad de Dios.

—Mira, no es fácil… Y esto es muy importante… Sólo lo puedes saber por experiencia…, intentando, cometiendo errores… Con el tiempo descubrirás que eres guiada… Éste es uno de los más importantes efectos de la práctica espiritual: empezarás a encontrar una Guía en tu vida. Serás guiada para encontrar la gente correcta, para ir al lugar correcto, para hacer la cosa correcta… Y comenzarás a ver que no estás manejando tu vida solamente por ti misma: Dios mismo está actuando en ti.

  Fue maravilloso escuchar eso… 

  —Discernir la voluntad divina detrás de los eventos de la vida diaria  y adherir a esto con nuestra propia voluntad… Esa es la fuente de la felicidad —concluyó, con una sonrisa que indicaba que él era muy feliz y que Dios guiaba cada uno de sus pasos.  

   En la tercer entrevista le conté mi historia personal. 

  A diferencia de otras veces, nos habíamos sentado en el jardín. El padre en una pequeña silla de madera y paja, y yo a sus pies. Era la hora de la siesta, y aunque estábamos a la sombra de las palmeras, el aire era bochornoso. 

   Sin embargo, a pesar del enorme calor, vi que el padre no transpiraba: parecía etéreo, casi translúcido, sereno y quieto en su pequeña silla. Y me parecía increíble que un ser tan luminoso dedicara tiempo a escucharme.

   Su mirada se llenó de compasión al saber acerca de mi desgracia y su energía pareció envolverme en un abrazo que me consolaba. Y me aseguró que cuando yo consiguiera, mediante mi sadhana, cierto grado de desapego, lograría una paz interna que me haría inmune al sufrimiento, incluso al que causa la pérdida de un ser querido.

  De él emanaba esa energía profundamente amorosa…  Era casi irreal: su presencia y esa elevada vibración…  

   Por algunos instantes me pareció estar en su misma frecuencia y sentí que todo lo que él decía era posible. Pero enseguida pensé que podría ser fácil para él ‒un anciano monje profundamente místico, profundamente desapegado, entregado en cuerpo y alma a Dios y al servicio a los demás‒, pero no para mí. No me imaginaba en un estado así, de tanto desapego como para no sentir dolor ante nada, ni siquiera ante la muerte de un ser querido. 

   Y le comuniqué lo que pensaba: después de todo, la mayoría de la gente no está más allá del dolor, más allá del sufrimiento.

 El asintió, con una expresión que indicaba que lo que yo decía era cierto. 

Animada por su aprobación, continué:

—Entonces padre, mientras tanto… ¿Cómo soportar la inevitabilidad de la muerte y del sufrimiento?... ¿Cómo soportar las penas cuando no se ha conseguido aún ese estado del que usted me habla?

   Esperé su respuesta en silencio, aspirando el aroma de los rosales... 

—Sabes, lo importante es convertir ese dolor en una bendición… La pérdida de tu pareja y de tu embarazo, el encuentro con la muerte, que sin duda fueron terribles para ti, te llevaron sin embargo a orientar tu vida en una dirección nueva. Estás buscando una nueva comprensión de la existencia, estás en busca de un nuevo sentido para ella, y por lo tanto tu sufrimiento ha sido transformador..., te ha ido conduciendo al encuentro con la Verdad y con Dios.  

   Luego tocó mi frente con su mano y me despidió. 


   Noches mágicas


   Todas las noches me encontraba con Ruth y los demás amigos a partir de las nueve, la hora en que oficialmente había que recogerse y guardar silencio. 

   Curiosamente, como parte de ese estado de gran armonía en que me encontraba, no necesitaba dormir demasiado. Siempre había precisado al menos siete u ocho horas de sueño para sentirme bien; allí me bastaba con cuatro o cinco. Y como a muchos nos pasaba lo mismo, esas horas nocturnas reunidos en algún lugar solían prolongarse hasta bien tarde. 

   Eran  horas mágicas…

   En medio del silencio de la noche, que apenas matizaba el canto de los grillos, y únicamente iluminados por la luna o por velas que encendíamos cuando estaba muy oscuro, nos contábamos nuestras vidas, nuestros sueños y aspiraciones, las experiencias y los matices de nuestra búsqueda. También, a veces, nos engarzábamos en profundas discusiones metafísicas. 

    Y hablábamos del padre Mark, a quien todos amábamos, y se contaban anécdotas, las cuales siempre me sorprendían. El padre era tan abierto y tolerante, que a cualquier persona que no lo hubiera tratado le hubiera sido difícil creerlas.

    Una noche, por ejemplo, Ruth nos contó parte de una entrevista con el padre, en la cual le había pedido su opinión sobre la astrología. Y la respuesta del padre fue:  “No conozco mucho acerca del tema, pero no dudo que hay mucha verdad en eso, como en todos los conocimientos ocultos”, agregando que al leer alguna vez una descripción de su signo, le había parecido coherente con su personalidad.

  Al oír estas anécdotas, más de uno de los presentes se asombraba, comentando que para ser un monje católico, el padre era muy peculiar. 

  Entonces Krishnadas exclamaba, con expresión muy seria:

―¡Sagrado corazón de Jesús!... El padre es sabio, ¿por qué tanto asombro ante lo que dice y lo que hace? 

    Eran maravillosas esas noches… El aire, sofocante durante el día, se volvía ligero y agradable, y a menudo una suave brisa nos acompañaba. 

    Y cuando además de Krishnadas, participaban otros músicos de visita en el ashram, se hacía música. 

    Ubicándonos lo más lejos posible de los que dormían, entre los árboles del bosque cercano, escuchábamos a los músicos y cantábamos muy suavemente.                                

   Pero en una ocasión descubrí que esas noches de sortilegio, no lo eran solamente para nosotros. Una visitante del ashram me comentó que cuando cantábamos nos oía y que eso no le molestaba sino todo lo contrario, porque era como una canción de cuna que la arrullaba hasta que se dormía.

  Me gustó mucho que me dijera eso y se lo conté a los demás, porque más de una vez, cuando sigilosamente nos encontrábamos, había sentido que nuestros cánticos eran para todos. 


  


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