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Esta es la tapa virtual

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Diario y Capítulo 13

 Diario de Moira. Ashram de Sri Ramana Maharshi


29 de enero        


  Hoy tuve una experiencia muy hermosa… 

  Estuve practicando desde el amanecer  y en algún momento de la mañana me cansé de estar sentada, pero como el estado meditativo era muy profundo y estable, salí para seguir practicando afuera. Y me senté en un rincón del ashram desde el cual se puede ver Arunachala sin nada que la oculte. 

 Su forma triangular se convirtió en el objeto de mi meditación: estuve contemplando la montaña sagrada por largo tiempo hasta que… todo pareció cambiar…

 Los colores de los árboles y de las laderas tuvieron una cualidad reveladora…, los sonidos también… Y sentí una alegría jubilosa y quieta, una sensación de plenitud que las palabras no pueden transmitir… 

Se parecía un poco a otras experiencias, pero no por completo. En Benares había sido una revelación, una comprensión… Frente a la tumba de Sri Aurobindo: el descenso de la Paz y la Quietud… Frente al kalyani, de nuevo una comprensión… y el sabor del Testigo… Y hoy fue simplemente otro estado de conciencia, indefinible, maravilloso y beatífico. 

Pero duró poco… Los estados alterados de conciencia suelen durar poco… Sin embargo, todavía lo recuerdo bien… ¡Fue sublime! 

Ya no tengo dudas de que la práctica, cuando es intensa y continua, brinda experiencias… Y mi práctica ha tenido un ritmo creciente y sostenido desde mi viaje como sadhvi. 


31 de enero, por la noche


Ayer, después de muchas horas sentada, accedí nuevamente a ese estado que experimenté frente al kalyani. Y no lo perdí al levantarme: continuó durante todo el día.

Debido a su evidencia y sencillez,  no parece una experiencia. Mientras estoy en ese estado, se me hace evidente que no soy mi cuerpo ni mis sentimientos ni mis pensamientos, sino… un Testigo que contempla todo. Una conciencia pura que percibe… 

Pero hoy por la mañana, ese estado ya no estaba…, mi capacidad para detenerme en el Testigo ya no estaba. 


1 de febrero, por la noche


Hoy estuve todo el día sentada, ni siquiera fui a comer al mediodía, pero no logré volver al estado de anteayer.

 ¡Qué raro es todo esto, qué incontrolable! 

  Cada vez me convenzo más que es Gracia, pura Gracia…, que no depende de mi voluntad.

Y busco en mi libro de cabecera, lo que el Maharshi dijo acerca de la Gracia:

“La Gracia Divina es esencial para la Realización. Pero esta Gracia es otorgada solamente al verdadero devoto o yogui, a los que se han esforzado  incesantemente por la liberación.” 

Cierro el libro con alegría y alivio.

Y sé que continuaré esforzándome…, pero si ocurre algo, será por Su Gracia…


Y ahora no tengo nada de sueño y voy a recordar mi visita a Bhubaneswar, mi primera etapa en el viaje como sadhvi. En realidad, hace muy poco tiempo de eso… 




Capítulo  13


Bhubaneswar. La familia de Amrita 


Cuando llegamos nos estaba esperando uno de los sobrinos de Amrita, quien había venido a buscarnos en el auto de su padre. Me llevaron a un hotel muy bonito, en la parte nueva de la ciudad, y allí me hospedé en una habitación con balcón a la calle, que era por suerte una calle muy tranquila. 

Durante los primeros días, a pesar de su promesa de que me acompañaría a muchos lados, Amrita desapareció. Supuse que al retomar su vida habitual, el trabajo y demás compromisos, ya no tenía tiempo para mí, lo cual era perfectamente comprensible. 

Bhubaneswar es una ciudad grande y antigua, con multitud de templos (la llaman la ciudad de los templos), y me dediqué a conocerla. Me parecía increíble, como ya me había ocurrido en otros sitios de la India, estar caminando por un lugar que tenía tres mil años de historia. 

Ya estábamos a fines de noviembre y la temperatura era bastante agradable: eso me permitió caminar sin agobio. Compraba frutas en alguno de los numerosos puestos callejeros y esa era mi comida a lo largo del día, mientras vagabundeaba por la ciudad y visitaba templos, principalmente los que están en la parte antigua. Hay muchísimos, con esculturas sorprendentes ‒algunas de gran altura‒ y figuras talladas en las rocas. 

Esa riqueza artística hubiera hecho el deleite de alguien atraído por la arquitectura, la escultura y el arte antiguos, pero dado mi escaso interés por todo eso, después de tres días visitando templos me hastié y pensé que había llegado el momento de seguir viaje. 

 Justo entonces Amrita me llamó al hotel, con mil disculpas y explicaciones por no haberme llamado antes y una invitación muy formal para tomar el té en su casa. Yo ya sabía que allí vivían su hermana con su marido y sus cuatro hijos, además de otros parientes, y acepté la invitación con entusiasmo.  

Me vestí para la ocasión con mi sari más bello, y contraté un taxi para que me llevara y  me fuera a buscar en un horario prudente. 


El taxi me dejó frente a una casa grande, de dos pisos. Junto al portón ya me estaban esperando Amrita y varias mujeres jóvenes, quienes parecían muy excitadas por mi visita. 

Amrita me recibió con un abrazo, con las demás intercambiamos un namasté, y después de atravesar un patio, entramos en la vivienda. Había un elegante vestíbulo, con varias puertas y una escalera de madera oscura en el fondo. Una de la puertas estaba abierta y por ella pasamos a un gran salón de estar, que también era comedor. El piso estaba cubierto por alfombras, había muchos muebles de refinado aspecto, cuadros y fotografías…, y un delicado aroma a flores y sahumerios. 

Allí me encontré con más mujeres esperándome. Tuvieron lugar las presentaciones y después nos sentamos en las sillas y sillones, y algunas jóvenes sobre las alfombras. Casi todas las mujeres eran de la familia ‒aunque algunas vivían en otras casas‒, y unas pocas eran amigas. Al principio me costó comprender quién era cada una, ya que eran tantas que me confundí un poco. Y era tan grande su amabilidad y la evidente intención por parte de todas para hacerme sentir cómoda, que casi me aturdieron, aunque ya sabía que eso es parte de la cultura hindú: recibir a los visitantes como si fueran dioses.    

Después de un rato de conversación formal, nos sentamos alrededor de la gran mesa, cubierta por un mantel bordado e innumerables fuentes. Y de inmediato me atiborraron de comida… Todas estaban pendientes de mí, pero yo también de ellas, porque me parecían bellas y encantadoras, incluso las más ancianas. 

Chandra, la hermana de Amrita, era una mujer muy hermosa, de modales dulces y grandes ojos color de miel. Desde el primer momento sentí una especial simpatía por ella y a medida que conversábamos esa simpatía se acentuó, al darme cuenta que era muy devota. 

Casi todas hablaban inglés sin dificultad (excepto una de las abuelas) y mostraron mucho interés en hacerme saber acerca de la gran tradición cultural de la región, recomendándome espectáculos de música y danza, museos y cines, aunque supongo que a las más jóvenes las defraudé, al decirles que sólo me interesaban los ashrams y los maestros. En cambio Chandra parecía encantada por mis comentarios y trataba de orientar la conversación hacia los temas que me importaban. 

Pero se notaba que a las jóvenes les gustaba hablar de otras cosas, sobre todo a la sobrina de Amrita que seguía los pasos de su tía. Proclamaba que ella tampoco iba a casarse, lo cual provocaba las risas y comentarios graciosos de las demás (su hermana, primas y amigas), y además de llevar el cabello bastante corto, estaba vestida con una mezcla de atuendo occidental y oriental: la túnica del shalwar kameez con unos jeans por debajo. 

Cuando me dispuse a concluir la visita, porque ya se aproximaba la hora en que vendría a buscarme el taxi, Chandra me hizo prometer que volvería lo antes posible, lo cual ‒dado el poco tiempo que pensaba quedarme‒ significó acordar para dos días después.   

Y esa noche, mientras recapitulaba con agrado los pormenores de la reunión, comprendí que tenía que posponer mi partida. Era la primera vez,  y a lo mejor la única, en que podría intimar un poco con una familia hindú: no podía irme todavía. 


  Continué visitando a la familia de Amrita día por medio, procurando devolver sus atenciones con algunos presentes. Les llevaba golosinas o flores, todo lo cual era primero ofrendado a las divinidades, en la habitación de la casa que se usaba como templo y que estaba en el piso alto. Es tradicional que haya templos en los hogares hindúes, aunque cuando la casa es pequeña se limita a un rincón con un altar. En este caso se trataba de una habitación bastante grande y me la mostraron en la segunda visita. El suelo estaba cubierto por alfombras, almohadones y asientos bajos. Y había varios altares con imágenes y murtis, y en ellos ofrendas de flores y prasad*.    

   Siempre fui recibida con gran alegría y amabilidad, y aunque un par de veces no estuvieron todas las de la familia (las jóvenes porque estudiaban y Amrita por su trabajo), siempre estuvo Chandra y las de más edad: cuñadas, primas, tías, y una muy anciana que apenas oía, pero que participaba con gran interés. Los hombres de la casa, ya fuera por estar trabajando o estudiando o por lo que fuese, casi no se dejaron ver. 

Me encantó visitarlas, compartir mi tiempo con ellas… Sentadas alrededor de la gran mesa del comedor conversábamos con entusiasmo, mientras tomábamos café, té o jugos de frutas, y comíamos muchas exquisiteces, tanto dulces como saladas. 

 Ellas me hacían muchas preguntas… Las jóvenes querían que les hablara de mi país, el cual les parecía remoto y diferente. En realidad, todo lo de Occidente las intrigaba: cómo vivíamos las mujeres allí, nuestras costumbres y otros pormenores. Yo satisfacía su curiosidad, pero era cauta al hablar, teniendo en cuenta que había mujeres de más edad presentes.    

   A veces discutían entre ellas sobre diversos asuntos, aunque jamás noté que hubiera una falta de respeto durante las polémicas. Las jóvenes, pese a discutir con gran pasión, muy convencidas, eran siempre respetuosas con sus mayores. Y las mayores, a pesar de una evidente y ejercida autoridad, mostraban un enorme cariño e interés por sus hijas y sobrinas.  

   En una conversación privada con Amrita, ella se burló un poco de su familia,  diciendo que no dejaban de ser una familia privilegiada, que vivía cómodamente, comía bien, podía mandar sus hijos a la universidad y otras prerrogativas, mientras que una gran parte de la población de la India continuaba sumergida en la más absoluta pobreza, no sólo privada de cualquier comodidad, sino mal nutrida, mal vestida, y pasando por toda clase de carencias. 

 —Y tenemos todavía muchísimo analfabetismo, y sin educación nadie puede cambiar su pésima situación —decía Amrita, con cara de gran disgusto.

   No podía dejar de coincidir con ella. El tiempo que llevaba viajando me había permitido comprobar cuántos pobres, ¡pobres en la más extrema pobreza!, había en la India. Cuánta gente cuyo hogar era la calle o míseros habitáculos en barrios de emergencia. Cuánta gente que no tenía más que lo puesto para vestirse, y que solamente comía arroz con lentejas... y no siempre. Cuántos que sobrevivían gracias a la mendicidad, mutilando a sus hijos para que las limosnas fueran más grandes. Cuántos niños desnutridos, que seguían muriendo por baja resistencia a la enfermedad y porque las enfermedades infantiles no estaban en su mayor parte erradicadas, como sí sucede en Occidente. Cuántas enfermedades incomprensibles, como la lepra, que se cura con una pastilla de un conocido laboratorio internacional y que sin embargo continuaba y prosperaba.

—Pero algún día todo esto cambiará… —decía mi amiga, con una sonrisa de esperanza  y un gesto que mostraba determinación. 

 


   Sri Ramakrishna y Swami Vivekananda


    Chandra me sugirió que visitara una institución relacionada con Sri Ramakrishna, uno de los más grandes místicos de la India, cuya vida transcurrió durante el siglo XIX.   Tanto él como Swami Vivekananda, su discípulo más importante, fueron exponentes de la filosofía Vedanta, el sistema filosófico fundamental del Hinduísmo.  

    Dicha institución era en realidad un monasterio, exclusivo para hombres, aunque también tenían una escuela, un dispensario y una biblioteca. En ésta pude leer parte de una biografía de Sri Ramakrishna,  escrita por uno de sus más cercanos discípulos, y esa lectura me impresionó. Estaba la transcripción directa de diálogos con él, y comprobé nuevamente  que un gran místico no es una persona corriente, sino alguien excepcional. 

   Además de no hablar de otra cosa que no fuera Dios y la vida espiritual, Sri Ramakrishna vivía gran parte del tiempo en éxtasis. Bastaba un sentimiento intenso, como el que le causaba escuchar bhajans o contemplar un paisaje, para que entrara en samadhi. Estos samadhis tenían diferentes grados de profundidad, desde los que no le impedían ser conciente de lo que lo rodeaba hasta algunos tan profundos que era necesario asistirlo. Y con frecuencia transmitía su estado a algunos de los discípulos presentes, los cuales también entraban en samadhi. 

   Al comentarle a Chandra (durante la tercera visita), mis reflexiones acerca de Sri Ramakrishna, coincidió conmigo: 

—Por supuesto Moira, los grandes místicos no son personas comunes… Y su conducta resulta extraña para la gente que sí lo es…. Por eso, juzgarlos desde nuestra limitada comprensión es equivocado, así como es muy difícil comprender ‒para quienes no han sido criados siguiendo nuestras tradiciones‒ cómo es la relación entre un maestro y sus discípulos.  

   Cuando Chandra hablaba, se hacía un gran silencio y las demás mujeres la escuchaban con respeto. Y a mí siempre me sorprendían sus opiniones. Ella no había ido a la universidad como Amrita y su principal ocupación era cuidar de su hogar y su familia. Sin embargo, poseía una sabiduría profunda, sobre todo acerca de temas espirituales. Era para mí un ejemplo de algo que había conversado bastante con Ruth: que la sabiduría no es consecuencia  de la información, sino que es como un talento innato, una capacidad de comprensión y de síntesis que se manifiesta en algunas personas más que en otras. Y en Chandra era una cualidad notoria. 

    En la siguiente visita estaba Amrita, y ella aclaró que socialmente Sri Ramakrishna no era diferente a otros hombres de su época respecto a las mujeres. Sus discípulos eran casi todos hombres y sus raíces culturales eran las de su época, por lo cual la mujer estaba bastante relegada en su círculo íntimo. Estaba casado (aunque era una relación completamente casta), y su esposa, que luego de su muerte fue venerada por los devotos, en vida de él se conducía como cualquier otra mujer sencilla de esos tiempos. 

   Con el Swami Vivekananda, en cambio, las cosas habían sido muy diferentes, y Amrita mostraba más admiración por él que por su maestro, lo cual entendí enseguida.  El Swami había tenido importantes discípulas mujeres (casi todas occidentales) y además se había preocupado por la enorme pobreza de la población de su país, enfatizando el papel de la educación y del servicio social. A diferencia de Sri Ramakrishna ‒quien había sido un hombre humilde, de poca educación‒ el Swami era un intelectual,  y sus ideas habían servido para revalorizar al Hinduísmo, no sólo de cara a Occidente sino incluso frente a ellos mismos.  Dedicó gran parte de su vida ‒que fue muy corta‒ a viajar por el mundo, dando conferencias y clases, publicando libros y organizando centros del movimiento espiritual que lideraba.  

    Durante esa tarde se inició una interesante polémica, en la cual por primera vez participó un hombre, uno de los hijos de Chandra. Este chico, de nombre Barindranath, apareció a última hora, excusándose por llegar tarde (venía de asistir a clases), y Amrita me contó después que era Chandra quien le había pedido que compartiera la merienda con nosotras. Al parecer, quería que el chico viera como los occidentales estábamos yendo a la India para aprender. Amrita me explicó que los jóvenes con educación se estaban occidentalizando demasiado y se avergonzaban de su país atrasado y pobre, queriendo  imitar en todo a los usos y costumbres occidentales. Y Chandra deseaba mostrarle a su hijo con cuánta pasión yo me sumergía en el pensamiento y las enseñanzas de la India. 

   Barindranath era muy religioso, y aunque en los primeros momentos me pareció algo tímido, enseguida se animó y empezó a participar de la conversación.  Y contó  unos rumores que circulaban acerca del Swami Vivekananda: que había desencarnado por voluntad propia, provocándose la muerte mediante técnicas yóguicas. 

   Una de las tías presentes se opuso a esa interpretación, diciendo que un sabio de la estatura del Swami Vivekananda no haría algo así, pero Barindranath insistió, asegurando que todo indicaba que lo había hecho. Y como un modo de aclarar los motivos, comentó que los místicos se desapegan tanto de las cosas del mundo que van perdiendo interés por seguir en sus cuerpos: un anhelo de fusión permanente con la Divinidad los aleja del deseo de seguir con vida. 

  La discusión fue creciendo en énfasis y acaloramiento, con la participación de todas las mujeres presentes, aunque noté que Chandra opinaba menos que de costumbre. Y en el calor de la discusión, por momentos se olvidaban de mí y hablaban en su idioma. 

   Barindranath era inteligente y se mostraba firme en sus opiniones, y cuando yo estaba por concluir la visita,  me recomendó que leyera las cartas escritas por el Swami durante los años anteriores a su desencarnación, para comprobar por mí misma que él ya no quería seguir en su cuerpo.

  Todo lo que escuché acerca de Swami Vivekananda esa tarde, despertó en mí un enorme interés por saber más, aunque hasta ese momento no me había ocupado demasiado de él, fascinada como estaba por Sri Ramakrishna y sus estados de éxtasis. 

   Pero me fui de la casa de mis amigas algo inquieta… El suicidio era una eventualidad sugestiva para mí… Lo había sido a partir de mi tragedia…  La posibilidad de que un importante y respetadísimo yogui hubiera elegido irse de esa manera, empezó a reavivar mi atracción por el asunto.  


Siguen mis visitas a lo de Chandra y a la biblioteca 

Deslumbrada por el  Swami Vivekananda


   Al día siguiente fui de nuevo a la biblioteca, donde me facilitaron libros con diversos escritos del Swami, entre los cuales estaban las cartas de sus últimos años. Y encontré  fragmentos muy reveladores...  Repetidamente menciona su posible desencarnación: era un tema casi obsesivo en él.

   En una carta escrita a una amiga norteamericana, dos años antes de su fallecimiento,  dice: 

  “El trabajo es siempre difícil. Ruega por mí para que mi trabajo se detenga para siempre, y mi alma sea por entero absorbida en la Madre. Ella trabaja. Ella sabe… ¡Shiva, oh Shiva, lleva mi bote a la otra orilla…!  Los lazos se están rompiendo: el amor muriendo,  el trabajo perdiendo su sabor… El Nirvana está frente a mí… Estoy contento por haber nacido, contento por haber sufrido, contento por haber cometido errores, contento por entrar en la paz. No dejo a nadie atado, ni me llevo ataduras… Sea que este cuerpo caiga y me libere, o que yo me libere estando en el cuerpo, el antiguo hombre se ha ido, se ha ido para siempre, para nunca más regresar. El guía, el guru, el líder, el maestro, han desaparecido; el chico, el estudiante, el servidor, son dejados atrás.”

   Era un largo mensaje…, y también decía, con una sinceridad conmovedora:  

   “Detrás de mi trabajo había ambición, detrás de mi amor había personalidad, detrás de mi pureza había miedo, detrás de mi trabajo como guía estaba la sed de poder. Ahora todo eso se desvanece y fluyo.  ¡Vengo!  ¡Madre, vengo!  En Tu cálido regazo, flotando por dondequiera que me lleves…  Mis pensamientos parecen venir desde una gran, gran distancia, en el interior de mi propio corazón.  Parecen hilos de lluvia, susurros lejanos, y la paz está en todas las cosas, dulce, dulce paz ‒como esa que uno siente momentos antes de dormirse, cuando las cosas se ven y se sienten como sombras‒,  sin miedo, sin amor, sin emoción… El mundo está, pero no es ni hermoso ni feo, sino como sensaciones que no provocan ninguna emoción… ¡Oh, la bendición de esto!  Todo es bueno y bello, porque las cosas están perdiendo sus dimensiones relativas, mi cuerpo entre las primeras…” 

  Fue muy claro para mí, después de leer esta carta, que el Swami estaba en un estado de conciencia muy particular, con un enorme desapego hacia todo: hacia el mundo, que no le inspiraba nada, e incluso hacia su cuerpo.

   Pasé toda esa mañana leyendo en la biblioteca, y la tarde también, y la mañana del día siguiente… Leí toda la correspondencia de los últimos años de su vida, ya no solamente para saber si se había retirado voluntariamente de su cuerpo o no, sino porque a través de sus cartas el  Swami Vivekananda me deslumbró. 

   En sus viajes a Occidente había hecho importantes amistades ‒profundas y sinceras‒ con hombres y mujeres, y me sorprendió enormemente su manera de relacionarse con ellos.  Aunque algunas cartas estaban dirigidas a personas que eran ‒o fueron después‒ sus discípulos y discípulas, mostraba en ellas franqueza, afecto y una gran vulnerabilidad, algo que yo no hubiera esperado por parte de un yogui que orientaba a otros. Extremadamente sincero, expresaba sus sentimientos y confesaba sus enfermedades, muchas de las cuales ‒según el mismo decía‒ eran de origen nervioso. 

   Descubrí a un ser muy humano y accesible, que se comunicaba desde el corazón. Sus cartas no parecían las de un maestro, sino las de un amigo. 

   Y después de leerlas, sentí que el hijo de Chandra estaba en lo cierto y que el Swami había desencarnado porque así lo deseaba. Pero no pude evitar una interpretación psicológica, además del “deseo de fusión permanente con la Divinidad” que había mencionado Barindranath y que también se percibía en sus cartas. Su vida se estaba volviendo  difícil... Estaba enfermo a cada rato, con enfermedades que no matan pero fastidian, como dispepsias, asma o gripes, o algunas más graves, como diabetes y problemas con la vista. Esas dolencias le quitaban energía, lo obligaban a postrarse en la cama… Y por otra parte,  sus responsabilidades estaban empezando a resultarle un gran peso, como si lo abrumaran… Fantaseaba con retirarse a los Himalayas y dedicarse allí  a una vida contemplativa. 

   Pero no lo hizo… Y desencarnó repentinamente, sin motivos, a la edad de treinta y nueve años… En la biblioteca me facilitaron otros documentos, escritos por sus discípulos, donde contaban ‒con detalles‒ su fallecimiento. No estaba particularmente enfermo ese día, era un día como otros… Después de meditar, se recostó un rato, pidiéndole a un asistente que lo abanicara. Y mientras el asistente lo abanicaba, se fue… Así de simple.  

   Esa mañana me compré un libro donde había cartas, entrevistas y discursos del Swami. También compré una postal con su imagen y la puse en mi altar, junto a las otras. Aunque a ésta no la veía como el símbolo de una completa perfección, sino como la imagen de un hermano espiritual, mucho mayor que yo, pero tan humano como yo. 

   ¡Es tan sencillo y transparente en sus cartas!... La misma sencillez y transparencia que tiene el padre Mark… 

   Y creo que un maestro tiene que ser así, porque de esa manera nos muestra que podemos llegar adónde él ha llegado… Que eso, por muy difícil que parezca, es igualmente posible para nosotros.  

  

   El hecho de que Swami Vivekananda hubiera abandonado su cuerpo voluntariamente me encandiló… Y en la siguiente visita a la casa de mis amigas (la cual rigurosamente repetía día por medio), comenté mis impresiones y me manifesté a favor de la voluntaria desencarnación. 

 Chandra desaprobó mis ideas y me dedicó un discurso… Mirándome con gran seriedad,  afirmó que la decisión de que nuestras almas desencarnen está en las manos de Dios, y que nada justifica irse. 

  Yo repliqué que hay situaciones insoportables, muy dolorosas, y ella declaró que incluso eso es parte de lo que hay que vivir, parte de nuestro karma*, y que posiblemente algo debemos aprender mediante ese sufrimiento.

  Al rebatir  sus argumentos, insistí  en que el Swami Vivekananda lo había hecho. Pero ella, además de rechazar esa afirmación ‒ya que no teníamos ninguna prueba de que hubiera sido así‒,  afirmó:

—El Swami Vivekananda era un gigante espiritual,  y si fuera cierto que desencarnó por su propia voluntad,  habrá sido porque su tiempo había llegado, porque su misión estaba concluida… Pero no creo que esto valga para la mayoría de nosotros… 

   Seguimos con la discusión por el resto de la tarde… Y tuve que darle parcialmente la razón, pero sólo parcialmente, porque seguí pensando que el suicidio es una opción válida en algunos casos extremos, como en una enfermedad terminal dolorosa, o que incapacita, cuando de todos modos la persona va a morir. Porque… ¿para qué prolongar la agonía y el sufrimiento?… Claro que esto era estar a favor de la eutanasia… Y yo lo estaba, pero Chandra obviamente no. 

  Esa noche en el hotel reflexioné y llegué a la conclusión de que el tema del suicidio y la eutanasia es muy delicado, y que no se puede generalizar, porque cada caso es único. Pero también me di cuenta que los comentarios del hijo de Chandra fueron el principal motivo para que profundizara en la vida del Swami…  Y había valido la pena hacerlo.


Me voy de Bhubaneswar


   Estaba muy a gusto en la ciudad de los templos  y hubiera podido quedarme más, pero quería viajar como una sadhvi y mi estadía allí empezaba a ser excesiva, así que me preparé para partir. 

   El día en que me tocaba ir a lo de Chandra llamé por la mañana, para anunciar que partía y que esa visita sería la despedida. 

   Como en las anteriores ocasiones, el té fue un banquete y solamente estaban las mujeres, aunque al final se presentaron para saludarme algunos de los hombres de la casa: el marido de Chandra ‒que era un señor muy simpático‒ y por supuesto Barindranath,  a quien (en un aparte de unos pocos minutos) le comenté que había leído las cartas y coincidía con sus conclusiones. 

    Esta vez llevé como presentes pequeños frascos de perfume. Y recibí regalos de ellas: un ejemplar de los Upanishads* bellamente encuadernado y una pequeña estatua de Krishna en madera de sándalo. Al fin tuve mi estatuilla de Krishna: alguna vez le había comentado a Amrita mis preferencias por esta divinidad.

   Esa última tarde compartida las sentí muy próximas… Sobre todo a la entrañable Amrita… Y a la dulce y sabia Chandra… Cálidas, gentiles, generosas… 

   ¡Y fue tanto el afecto que mostraron al despedirme!... No menor que el que yo sentía… Me dieron el adiós con toda clase de bendiciones, deseándome felicidad y una larga vida, y pidiéndome que no las olvidara. 

   ¡Cómo olvidarlas!... Siempre estarán en mi corazón y en mis recuerdos. 


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