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Esta es la tapa virtual

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Diario y Capítulo 10

 Diario de Moira. Ashram de Sri Ramana Maharshi

 

24 de enero


 Logré resolver el asunto de la distracción debido a las conversaciones.  

A Hanuman le dije la verdad: que no deseaba compañía durante varios días, porque estaba logrando un estado de gran concentración y no quería que las conversaciones me distrajeran. 

En cuanto a Ana y Javier, no necesité decir nada porque se van mañana, primero a Pondicherry y después a lo del padre Mark. Son lindas personas, o como dirían ellos: ¡son muy majos!

 Estoy empezando a sentir que se acerca el momento de ir a ver al padre Mark, aunque todavía no…, quiero pasar un tiempo más en este ashram. No creo que en Satyavanam me dedique a la meditación con la misma intensidad que lo hago aquí. Y en este momento  sólo quiero meditar…, meditar… y meditar.


25 de enero, por la noche


  Mi práctica está avanzando… Cada vez me cuesta menos: entro en meditación apenas me siento, y a veces sin sentarme, mientras estoy comiendo o haciendo cualquier otra cosa. 

   Es muy raro, porque entonces no puedo continuar con lo que estaba haciendo, me quedo quieta meditando y tengo que hacer un esfuerzo para seguir con lo que estaba. 

  Sí,  cada día me resulta más fácil… Sólo meditar… 

   Entro en el silencio total, y es hermoso…   

  Y de noche, cuando vuelvo a mi habitación, me dedico a los recuerdos.  

  Aunque a veces preferiría no hacerlo, preferiría eludirlos. 

  Como ahora…  

  Pero los recuerdos me invaden… y no tengo más remedio que sumergirme en ellos.



Capítulo 10


Dejando el Budismo atrás


Había periódicamente encuentros colectivos con el Dalai Lama y Joan soñaba con asistir a uno. Para eso era necesario pedir turno, dejar nuestros datos y esperar… Esperar el tiempo que fuese, porque no eran audiencias demasiado planificadas y se avisaba acerca de ellas apenas unos días antes. Pero nos habíamos registrado durante la primera semana, así que confiábamos en que el tan anhelado evento ocurriría, antes o después. Y cada vez que bajábamos a McLeod Ganj, íbamos a unas oficinas del gobierno tibetano para saber si habían fijado la fecha.  

Lamentablemente, una mañana nos dijeron que no esperáramos más, porque no habría audiencias públicas por largo tiempo: su Santidad estaba muy ocupado e iba a viajar en breve.  

Joan salió de la institución con rostro apesadumbrado, aunque pretendió que no le importaba:

—Estamos de todos modos a sus pies… Haber venido a McLeod Ganj ha sido una manera de recibir su energía —declaró.

Pero noté su decepción: quería conocer al Dalai Lama, escucharlo, verlo de cerca, y por lo visto,  tendría que posponerlo hasta otra ocasión. 

Quizás por eso, de la noche a la mañana decidió que nos fuéramos: 

—¿No te gustaría un cambio de aires?... Pronto empezará a bajar la temperatura, sobre todo por las noches, y esta vivienda nos resultará incómoda. 

  Para mí todo estaba bien, siempre que siguiéramos juntos, y nos pusimos a intercambiar ideas sobre el siguiente lugar a visitar, hasta que Joan se decidió por un sitio que significaba volver al corazón del Hinduísmo: Rishikesh, una ciudad tan santa como Benares y que estaba relativamente cerca. 

No me opuse, aunque la velocidad con la cual me instó a preparar todo e irnos me resultó un poco abrumadora. En apenas un día acomodamos nuestras cosas, nos despedimos de los amigos, pagamos al dueño de la casa lo que debíamos… y a la mañana siguiente partimos.  


 De nuevo fue un viaje largo y cansador. Primero un ómnibus hasta Pathankot, casi cuatro horas, y allí una larga espera hasta la salida del tren nocturno que iba a Rishikesh. 

Pathankot está en la región del Punjab, lugar de mucha historia para los sikhs, y al despedirnos de Bhandur nos había sugerido que aprovecháramos para conocerla, ya que es una ciudad muy antigua. Y en esta ocasión a Joan le hubiera gustado hacerlo, pero estábamos en la época de los monzones y cuando llegamos llovía fuertemente, así que tuvimos que renunciar al paseo. 

Comimos, miramos a la gente, volvimos a comer, caminamos por los alrededores de la estación cuando la lluvia se detenía… Así pasamos la tarde y parte de la noche, hasta que nos subimos al tren, el cual salió con bastante retraso.

 Fueron unas doce horas de viaje, que pasé adormeciéndome de a ratos y despierta el resto del tiempo, mientras Joan dormía plácidamente, usando como almohada diferentes partes de mi cuerpo.  


Rishikesh. Cambios en Joan. La desencarnación de una santa


 Cuando llegamos, al mediodía, el calor era abrasador… Dimos algunas vueltas hasta conseguir un hotel que nos gustó, y como yo solamente deseaba una ducha y dormir, Joan se fue a comer y a caminar a solas. Quería conocer la ciudad, porque para él también era la primera vez. 

Yo empecé a conocerla por la noche, después que Joan me despertara para ir a cenar. Y al día siguiente salimos juntos a recorrerla… 

Rishikesh me encantó. Es una ciudad pequeña, a los pies de los Himalayas, con el sagrado Ganges que la recorre y calles estrechas por las cuales circulaban seres de variadísimo aspecto: sadhus con largas barbas y marcas de ceniza; monjes de túnica anaranjada y aspecto venerable;  y también nativos y viajeros y las omnipresentes vacas sagradas. La ciudad y sus alrededores albergaban infinidad de templos y de ashrams, muchos de los cuales eran centros de yoga dirigidos por famosos yoguis o centros de medicina ayurveda*. 

Hubo inevitables cambios en nuestros hábitos, al vivir en un hotel y comer en restaurantes. Y muy pronto hubo otros cambios, los cuales empecé a notar a los pocos días de haber llegado. 

Joan empezó a ponerse raro, nuevamente raro: crecientemente introvertido, crecientemente ascético y con una especie de frenesí por conocer lugares sagrados.  Atravesábamos el puente Lakshman Jhula una y otra vez, porque había templos, cuevas y ashrams a ambos lados del río, y también sobre las laderas. Pero todas las visitas eran breves, ya que al poco rato me instaba a irnos. 

Sin embargo, era tanta la belleza del paisaje y la energía que se percibía, que logré aceptar esa nueva mutación en Joan. O mejor dicho: intenté ignorarla. 


Una mañana asistimos a un acto en honor de una famosa santa, quien había desencarnado apenas unos días antes, en algún lugar de la India. Se trataba de Sri Anandamayi Ma, una mística muy venerada por los hindúes. 

El acto fue junto al río y lo condujeron distinguidos yoguis. Hubo muchos rituales, cánticos y plegarias, una ceremonia del fuego y también discursos.

 Había un puesto donde, además de anillos y amuletos, vendían fotos de la santa. Después de mirarlas compré varias, porque su belleza y dulzura ‒principalmente en las fotos que la mostraban madura o anciana‒ me impresionaron. 

Los discursos eran en hindi, así que al principio no nos enteramos de nada, pero como la atmósfera era muy devocional nos bastaba con estar ahí. 

Sin embargo, pronto tuvimos un intérprete. Al lado de nosotros estaba ubicado un señor hindú de aspecto próspero, quien ‒ya fuese porque le daba pena que no entendiéramos o porque a los indios les encanta comunicarse con los occidentales‒  se dedicó, entre discurso y discurso, a traducirnos un poco de lo que se decía.

 Cuando la ceremonia terminó, nos pusimos a conversar. Nuestro traductor era un comerciante de Calcutta*, que había venido a Rishikesh por negocios. Y como no sabíamos casi nada acerca de la santa, se ofreció ‒aparentemente muy complacido‒ a contarnos un poco sobre ella. 

Con una temprana vocación religiosa, Sri Anandamayi Ma se había basado en la guía interna para desarrollar su sadhana. Y había experimentado frecuentes estados de éxtasis, que le permitieron alcanzar elevados niveles de realización espiritual.  

—¡Ella es una de las santas más importantes de la India..., entre los que reconocieron su poder espiritual está el Mahatma Gandhi! —nos dijo con fervor el comerciante de Calcutta. 

   Mientras él nos hablaba de ella, yo miraba las fotos… 

—Sus padres la casaron, pero su marido nunca pudo consumar el matrimonio… Muy pronto comprendió que su esposa no era una persona común y se convirtió en su discípulo, aunque sin dejar de protegerla y de proveer a sus necesidades, como hace todo esposo.  Ambos pasaron gran parte de su vida peregrinando…

Cuando Joan le preguntó cuáles eran sus enseñanzas, nos dijo que pertenecían al Hinduísmo más tradicional, que no había nada nuevo en ellas. 

—Lo acaban de mencionar en uno de los discursos —especificó—. Sri Anandamayi Ma decía que lo fundamental para un ser humano es la realización de Dios, que todo lo demás es secundario… Pero lo más importante en ella no era lo que decía, sino su presencia... Eso que hacía que la gente quisiera verla, estar cerca de ella, tocarla… 

Yo miraba las fotos y no dudaba de lo que oía: la dulzura de la hermosa Anandamayi Ma era celestial y algo emanaba de ella, algo inefable…  Cuando más tarde lo conversé con Joan, opinó que la apariencia de la gran mística estaba impregnada por su irradiación energética. 

Hubiéramos seguido escuchando al señor de Calcutta durante horas, pero al cabo de un rato nos dijo que tenía muchas cosas para hacer y se despidió. 

Al comentar que nuestro traductor era sin duda muy devoto y mostraba mucha comprensión acerca de los asuntos espirituales, Joan me aseguró que no menos devoto que la gran mayoría de los hindúes. Lo único a favor de él es que era un hombre educado y podía expresar sus ideas de un modo correcto. 


Se acentúa el retraimiento de Joan


  A medida que pasaban los días, el retraimiento de Joan fue acentuándose: taciturno,  reservado, lacónico… Y como no quería molestarlo con mis preguntas, acepté ese humor sombrío, esa distancia, ese casi mutismo, intentando convencerme de que pronto pasaría.  

   Cuando nos sentábamos en los chai-shops, permanecía la mayor parte del tiempo callado. Miraba a las personas que pasaban, tomando de a pequeños sorbos su té, y a veces hacía comentarios breves acerca de lo que veía. Si yo intentaba conversar en profundidad sobre algún tema, se evadía con frases ligeras, poco significativas. O directamente replicaba ‒con gentileza‒ que no deseaba conversar sobre dicho tema en ese momento.  

 Y cuando nos acomodábamos frente al Ganges, para meditar o para contemplar la vida que se desarrollaba junto al río, yo sentía la ausencia de algo que había estado con nosotros durante las maravillosas semanas anteriores. Era una corriente sutil de comunicación y conexión, algo que iba y venía entre él y yo, incluso cuando estábamos en silencio y sin tocarnos. Pero eso había desaparecido... Joan, claramente, se había encerrado en sí mismo. 

 Algunos días se iba por la mañana, diciendo que deseaba estar solo, y volvía recién por la noche.  Durante la espera, yo me afligía:  intranquila y ansiosa, no podía dejar de reflexionar e inquietarme… Pero cuando volvía, después de todo un día separados, intentaba resarcirme. Me abrazaba con cariño, me contaba lo que había hecho, me preguntaba lo que había hecho yo, y cuando ya estábamos en la cama, se aproximaba a mí en la oscuridad y hacíamos el amor. 

Sin embargo, incluso durante el amor había distancia: su cuerpo estaba allí, pero él parecía estar en otro lado.

Era evidente que algo le ocurría… Y una tarde, sentados frente al Ganges, me animé por fin a preguntarle qué le pasaba. La respuesta me desconcertó más aún que su extraño estado:

—Pues… no lo sé… Vamos, que… no lo sé. 

Y enseguida se levantó diciendo que necesitaba estar solo, y se fue a caminar. 

 El Joan del que había huído en Satyavanam había nuevamente aparecido, y sin la excusa esta vez de una enfermedad estomacal. 


Y repentinamente…


Una mañana, al despertar, descubrí a Joan en profunda meditación, sentado a mi lado sobre la cama. 

No quise distraerlo: me vestí rápidamente en silencio y salí. Caminé largo rato, desayuné,  y luego me senté junto al río, en un lugar desde el cual se ven las montañas. Y estuve contemplando las montañas hasta bien pasado el mediodía, cuando inicié el regreso al hotel… 

Al entrar en la habitación lo encontré en la misma postura, meditando, aunque ahora estaba sentado en el suelo frente a la pared, usando una manta plegada como almohadón. 

Me senté en la cama y esperé, hasta que algunos movimientos de su espalda y de sus brazos me indicaron que estaba volviendo.

—No sé si quiero quedarme en Rishikesh hasta que el swami dé su charla —dijo a modo de saludo, todavía sentado en el suelo y mirando la pared.

 Un famoso maestro iba a dar una conferencia y habíamos planeado asistir, pero faltaban varios días para eso.

—Bueno… ¿Y adónde te gustaría ir? 

    Demoró en responder muchos minutos. Y yo aguardé muy quieta, sentada en la cama, mientras él continuaba en el suelo, mirando la pared y dándome la espalda… 

—No sé si quiero seguir viajando —dijo al fin, con una voz fría, distante, casi metálica.

 Sentí una profunda angustia, repentina y terrible.

—Tus planes eran seguir…

—Sí, pero… me he cansado de viajar… Quiero regresar a España. 

   Me quedé sin aire.

—¿Volver a España?

—Vamos..., algún día tenía que hacerlo… Hace muchos meses que estoy dando vueltas por aquí… Además, se me está terminando el dinero…

—Eso no es problema, yo todavía tengo… Y ya te dije que puedo pedirle a mis padres…

—Vale..., pero no se trata solamente del dinero… Me he cansado de viajar. 

  Me quedé sin palabras, mientras él se levantaba y se vestía, diciendo que tenía mucho apetito.

 Yo estaba en suspenso… Con una espantosa sensación de muerte, pero esperando al mismo tiempo algo que me calmara, algo como: “Puedes venir conmigo a España”.

No hablamos más hasta llegar al restaurante, y ahí fue sólo una conversación superficial acerca de lo que veíamos en la calle o del sabor de la comida. Aunque yo casi no comí. 

Finalmente no soporté tanta incertidumbre y con un  hilo de voz le pregunté cuándo iba a marcharse. 

No lo miraba. Y mientras esperaba su respuesta, me pareció que pasaba una eternidad… 

Por la calle caminaba una mujer muy delgada de aspecto humilde, acompañada por varios niños de poca edad. Miró hacia nosotros al pasar y su rostro ‒con la piel pegada a los huesos y unas profundas ojeras‒ me pareció el rostro más triste que viera jamás.

Entonces lo escuché decir:

—Pues… esta tarde iré a una agencia de viajes para marcar la fecha… Supongo que podré conseguir para dentro de un mes…

 ¡Un mes…,  un mes!...   Pensé infinidad de cosas, mientras continuaba mirando hacia la calle…  No podía enfrentar su mirada.

 Por último, me animé a decir eso que estaba reteniendo desde que él hiciera su anuncio en el hotel. Y lo dije susurrando:

—Me gustaría mucho conocer España.  

Hubo un largo silencio…  Dejé de mirar la calle y lo miré: su rostro era casi de piedra, no expresaba ninguna emoción. Y también su voz fue como de piedra al responderme, mientras era él, ahora, quien miraba hacia la calle, apartando sus ojos de los míos.

—Los próximos meses no son los más convenientes para ofrecerte que me visites... Estaré muy ocupado…,  reorganizando mi vida allá… Tal vez el año próximo…

¡El año próximo!... 

Agarré mi pequeño bolso y salí corriendo del restaurante. Y me alejé rápidamente en dirección al río… 

Allí me senté, frente al sagrado Ganges. Y lloré…, lloré…, lloré…

 Joan se iba… Todo iba a terminar… ¡Otra vez! 

 Tendría que haberlo previsto: él nunca había mencionado un futuro juntos. A solas  había forjado un globo de luz y felicidad, que después de unas semanas de suprema belleza y brillo, explotaba ahora en el aire como una pompa de jabón. 

Pero el llanto me calmó: todavía quedaba un mes… y en un mes pueden pasar muchas cosas. 


Volví lentamente al hotel…  Debía tener los ojos enrojecidos, pero no me importó: no quería ocultarle mis sentimientos.

 Cuando abrí la puerta del cuarto y entré, lo encontré tirado sobre la cama con rostro preocupado. Se levantó y me abrazó con mucho afecto. 

Y estuvimos un rato así, abrazados, sin hablar. 

Luego me preguntó si deseaba acompañarlo a la agencia de viajes. Asentí con desánimo, y salimos casi de inmediato. 

La agencia estaba todavía cerrada y nos dedicamos a dar vueltas por las callecitas de Rishikesh. El calor era opresivo y había poca gente, sólo vacas tumbadas, o sadhus y mendigos sentados a la sombra, amodorrados, con sus vasijas a la espera de monedas. 

No conversábamos,  pero él me llevaba de la mano. Y eso era completamente extraño, desacostumbrado en él. Únicamente en Nainital, durante nuestros días apasionados, había tomado mi mano al caminar, y sólo por breves momentos. Pero ahora, mientras espérabamos que abriera la agencia, no la soltaba: sostenía mi mano con fuerza… y no la soltaba.

Él tampoco estaba bien, se le notaba… Y yo, con su mano aferrada a la mía, me ilusionaba…,  nuevamente me ilusionaba. 

Teníamos un mes… O a lo mejor más… Quizás no conseguía lugar y tendría que aguardar más tiempo… Con los pasajes abiertos de tarifa económica a veces sucede… Y durante un mes, o más, uno puede cambiar de idea… Pueden pasar muchas cosas…

Cuando la agencia abrió me quedé afuera: no hubiera soportado estar presente mientras él marcaba la fecha. Y rogaba que fuera más de un mes…  

Salió sonriente y relajado. Y me anunció la fecha:

¡Faltaban menos de tres semanas!

 

Confesiones


A partir de ese preciso instante, una vez fijada la fecha del viaje, hubo un cambio radical en Joan, súbito e inesperado. Después que salió de la agencia nos sentamos a beber un chai, y noté que volvía a conversar como antes, con interés y entusiasmo. Y esa noche, al hacer el amor, Joan estaba de nuevo ahí, completamente ahí…, conmigo. 

 Ese cambio fue tan rotundo que seguí con mis ilusiones, a pesar de que el tiempo restante era menor que lo esperado y que él no decía nada para alentarlas. 

Y empecé a experimentar un curioso estado de dicha y desdicha al mismo tiempo. Todo parecía estar de nuevo bien, más que bien…, excepto que él se iba y eso era inamovible. Y que el futuro de nuestra relación era incierto.

No podía comprenderlo… ¿Por qué, si me amaba, no permitía promesas de reencuentro?... ¿Por qué no podía viajar junto a él a España?... ¿O visitarlo pronto, cuando él hubiera organizado su vida?...

Estaba sumida en el desconcierto… Pero muy pronto hubo una conversación entre nosotros que aclaró un poco las cosas y tuvo consecuencias… 

Ocurrió cuando fuimos a un lugar en las afueras de Rishikesh, un sitio alto desde el cual se ven el río y la ciudad abajo, y las montañas enfrente. Es un sitio muy hermoso y deseábamos pasar allí todo el día, por lo cual habíamos llevado fruta, agua y bizcochos. 

Joan estaba muy comunicativo y nos dedicamos a temas trascendentes… En algún momento, toqué un tema que me había transmitido Ruth.

—¿Sabes cuál es la diferencia entre una relación dhármica y una kármica? 

—Sí, un poco, pero vamos…, cuéntame tu versión.

—La mayoría de las relaciones de pareja son kármicas: pasión, encuentros y desencuentros, peleas y reconciliaciones… En ese tipo de relación el crecimiento apunta a lo personal, a la sanación de los conflictos psicológicos, además de lo tradicional, como tener hijos y resolver lo cotidiano en pareja.  

Joan escuchaba con atención, mientras pelaba un mango.

—Las dhármicas, en cambio, son muy raras… Sri Aurobindo y Madre serían un ejemplo. La relación está al servicio de un ideal, de una tarea o misión en común. Y es una relación de puro amor y armonía. Entre Sri Aurobindo y Madre no había sexo, eran compañeros espirituales, pero con tal grado de fusión, que ambos decían que eran la misma conciencia compartida en dos cuerpos. 

   Joan no hizo comentarios, se dedicó a comer…  

   Entonces sentí que había llegado el momento de contarle mi historia y le conté todo: Jorge, el embarazo, el accidente, lo espantoso que había sido, mis muchos años de dolor… 

—Vaya, pues…, ¡cuánto has sufrido! —dijo cuando terminé mi relato, mientras me besaba y me abrazaba con ternura.

  Más tarde, probablemente animado por mi confesión, se refirió por primera y única vez a sus relaciones con varias mujeres. Me habló de parejas que se habían desgastado, de un gran amor en él que se había extinguido, de mujeres que lo desilusionaron…  

 Mientras lo escuchaba, yo pensaba que nada de eso pasaba entre nosotros. Nos llevábamos muy bien, no había deterioro,  ni amor disminuído,  ni desilusión o disgusto. Era tanta la armonía que hasta podíamos aspirar a la unión dhármica. Y se lo dije… 

Él replicó que hacía poco tiempo que estábamos juntos, que al principio todo va bien pero luego se estropea… Sin embargo, reconoció que con ninguna mujer antes había tenido un comienzo tan perfecto: nuestra relación era hermosa, el tiempo que pasamos juntos había sido maravilloso y la comunicación que teníamos lo asombraba…

“¿Entonces…, por qué te vas…, por qué me apartas de tu vida sin promesas ni esperanzas?” pensé casi con furia. 

Pero no hablé… Estuve mirándolo en silencio durante varios segundos y él pareció leer mis pensamientos… Y lo que dijo a continuación fue la primera y única explicación sincera que hubo por su parte:

—Estoy en un momento de mi vida en que necesito estar solo… No puedo comprometerme en una relación, y por eso no puedo pedirte que vengas conmigo o que me visites… Quiero sentirme libre… Y sentir que esto, por muy bonito que haya sido, aquí termina... Y aunque no rechazo que nos reencontremos, no puedo decidirlo  ahora… Quizá sí… Quizá no… No puedo prometerte nada… Pero quiero escribirte… Y contarte como sigue mi vida… 

   Fue una tarde de confesiones y de alguna manera, con el pasar de las horas, sentí lo que él me dijo como liberador…  Me di cuenta que si bien me daba alguna esperanza, ésta era vaga e indefinida, y que lo más sano, lo más consciente, sería ver las cosas como eran, no como yo hubiera deseado que fueran. 

Mis ilusiones desaparecieron con rapidez. Era claro que, al menos en el presente, la relacion se terminaba. Y el futuro es siempre improbable... No existe…

 

Las últimas horas. La despedida y los primeros días sin él


 El tiempo que faltaba se fue agotando… Y a medida que el momento de la separación se acercaba, mis sentimientos se convirtieron en una especie de agonía. Me sentía devastada, terriblemente triste y de a ratos furiosa, y empecé a desear que mi aflicción terminara de una vez.

Por eso, cuando me pidió que lo acompañara hasta Delhi, de donde saldría su avión dos días después, le respondí que no. Acompañarlo hasta allí hubiera significado prolongar la agonía, y ya no la soportaba más. 

Además, Delhi…  Mi dolor en la gran ciudad, en medio del caos… En Rishikesh  me sentía ya como en casa, todo me era familiar. Tenía mis rincones preferidos, a orillas del río o subiendo hacia las montañas; y hasta conocía de vista a los mendigos y a varios de los sadhus, que a pesar de lo acostumbrado en ellos parecían estar viviendo ahí de un modo estable y con quienes a veces me comunicaba, mediante señas, sonrisas y breves frases en inglés. 

Así que a pesar de que Joan insistió, no quise acompañarlo hasta Delhi.

Además, le dije que no quería que me escribiera. Si lo hacía, yo no iba a contestarle, excepto si él hubiera cambiado de idea y tuviera el deseo de verme, de continuar con la relación y de asumir algún compromiso… De lo contrario, prefería no seguir en contacto. Hubiera significado alimentar mi apego hacia él y no me parecía lo más adecuado.

 Le pareció justo, y aunque confesó que le hubiera gustado que nos escribiéramos, lo aceptó.


Las últimas horas fueron muy difíciles… El amor que sentía por él me dolía…, me dolía…, desgarradoramente.

Y la terrible paradoja era que él también estaba triste, aunque intentaba no mostrarlo. Pero yo lo percibía. 

La última noche no dormí. Hicimos el amor repetidamente, de un modo silencioso e intenso, y traté de grabar en mí cada gesto suyo, porque era el último: el último abrazo por la espalda, la última caricia en mi cuello, el último beso en el reverso de mis manos… 

A la madrugada él se durmió y yo vigilé su sueño… Apoyado en mi pecho, envolvía mi cuerpo con el suyo… Tenía la expresión de un niño… Y yo para mis adentros repetía: “En pocas horas se habrá ido… Mañana a esta hora ya no estará”...


Nos despedimos frente al autobús. Era después del mediodía.

Junto al vehículo lleno de pasajeros, nos dimos los últimos besos, apresurados y tensos… 

Lo abracé fuertemente, durante un minuto que me pareció larguísimo y brevísimo a la vez… 

Después él se soltó. Agarró su mochila y subió al vehículo sin mirarme. 

Pero enseguida se asomó por una ventanilla… 

Sentí un soplo de intensa angustia: su rostro estaba terriblemente pálido, su pena por el adiós era evidente.

¡Ay, pero si era su decisión!

 Noté un rictus de dureza en sus labios, quizás el gesto de su voluntad que se imponía sobre sus sentimientos.

Y vi su mirada…, profundamente apagada…  Su mirada triste. 


Después que el ómnibus se alejó, me senté en un banco. Y allí me quedé como atontada, sin pensamientos…  

Pero esa tarde fue todavía engañosa: creí que lo iba a soportar relativamente bien.   

Caminé hasta la orilla del río y me senté a meditar… No lo conseguí, aunque pensé que pronto me sentiría bien y retomaría mis prácticas. 

Todo el resto del día estuve aturdida, caminando sin cesar y haciendo planes respecto a lo que haría en los próximos meses. Y esa noche me costó dormirme, siempre haciendo planes… “Lo voy a soportar bien”, me decía.

Finalmente me dormí. Dormí por muchísimas horas…

Y al abrir los ojos, desperté a una mortal tristeza que ya no me abandonaría en mucho tiempo. Con inocencia, había imaginado que después de su partida el dolor sería menor, que aceptaría la separación. Pero fue todo lo contrario: mi desconsuelo era inconmensurablemente mayor que el que había sentido durante los últimos días. 

Y era similar  al que sintiera después de mi tragedia: una sensación de muerte, de sufrimiento profundo y lacerante. 

 No podía entender tanta aflicción de nuevo… ¿Acaso no había madurado, no había crecido espiritualmente?...  ¿No había en mí una mayor comprensión, un mayor conocimiento…, para ayudarme a sobrellevar este trance? 

Sin duda había comprensiones y conocimientos, pero ante la pérdida mi reacción emocional era parecida. Sólo que ahora sabía que iba a superarlo, que mi vida no se acababa con la partida de Joan. Sin embargo, el dolor era intenso…  


     Joan había dejado muchas de sus cosas, quizás para llevar menos equipaje: alguna ropa, un par de libros, una toalla. Su ropa tenía su olor, y cuando me ponía a llorar abrazaba su ropa como si fuera él, aspirando con desesperación su aroma inconfundible. Y después de la ducha me secaba con su toalla, sintiendo que algo de él me abrazaba.

    Su voz resonaba en mi memoria, a veces hasta alucinaba con su voz: “¿Estamos preparados para ir a comer?...  ¿Salimos ahora o más tarde?”

   Mi desconsuelo era tan fuerte que me costaba levantarme, y todo estaba teñido de tragedia y  muerte… La visión de una flor me hacía recordar que se marchitaría; la visión de una pareja enamorada que terminarían separándose, que uno de los dos se iría… o se moriría.

    De esa manera pasé los primeros días sin él: sumergida en el dolor…

   

 


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