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Esta es la tapa virtual

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Diario y Capítulo 14

 Diario de Moira. Ashram de Sri Ramana Maharshi


3 de febrero

   Mis días siguen igual.... Mi práctica está avanzando y todo se vuelve extraño… Es como si el mundo se volviera menos importante, como si la realidad del mundo se desvaneciera, haciéndose evidente lo ilusorio que es...

  Quizás estoy influenciada por Swami Vivekananda, cuyo libro a veces releo… O quizás (¡qué pretensión!)  me sucede algo similar a él. 

   Pero ya sea por su influencia o porque estoy logrando cierto desapego, lo real es que siento algo parecido a lo que él decía sentir… Y a menudo soy consciente de estar detenida en el Testigo de todas las experiencias: una conciencia pura que percibe.  


    He decidido subir sola a la montaña, alguno de los próximos días, y pasar muchas horas meditando allí. Para prepararme voy a hacer un semiayuno: solamente frutas y agua. A lo mejor encuentro algún vendedor de frutas en los alrededores del ashram, si no tendré que ir a la ciudad. 


3 de febrero, por la noche

  Conseguí frutas en un pequeño puesto ambulante, cerca de aquí. El puestero solamente tenía bananas y mangos, y le compré un montón. Las bananas son pequeñitas, hay que comer tres para que sean como una. 

 Y ya comencé a prepararme para la subida: no fui a cenar, solamente frutas y agua. 

 Pasado mañana, si me siento en forma, subiré a la montaña. 

 Y ahora voy a recordar las últimas semanas antes de venir aquí…


Capítulo 14


Puri. La “bamboo hut”

   

Y comenzó mi deambular…

Mi primer destino fue Puri, otra de las ciudades santas de la India. Estaba muy cerca de Bhubaneswar, rumbo al sur, así que no podía dejar de visitarla. 

Llegué después de un brevísimo viaje de una hora a una ciudad que me pareció muy linda y que está junto al mar. Y lo primero que hice fue intentar  hospedarme en el ashram fundado por Sri Yukteswar*, el guru de Paramahansa Yogananda*, cuya autobiografía había leído años atrás. Me recibieron con gran amabilidad y me permitieron conocer el ashram y sentarme a meditar en un pequeño templo, pero me dijeron que no tenían lugar. 

Pasé un par de horas meditando, emocionada por estar allí y algo contrariada por no poder quedarme. Y sentí que no debía buscar más ashrams para alojarme durante mi viaje como sadhvi, sino otra clase de sitios. Pero no sabía muy bien cuáles… Los sadhus duermen en cuevas, en los patios de los templos, junto a los ríos o bajo los árboles, y no me imaginaba en lugares tan incómodos. 

Lo que no sabía era que esa misma noche iba a experimentar algo muy parecido a lo que debían experimentar los sadhus…

Después de alejarme del ashram de Sri Yukteswar, tomé un rickshaw cuyo joven conductor entendía muy mal el inglés, por lo cual fue muy difícil entendernos. Le expliqué como pude que necesitaba alojamiento y me llevó a un hotel que parecía un palacio. 

Sólo por curiosidad me bajé, pidiéndole al chico que me aguardara. No pensaba quedarme, pero quería mirar ese hotel de lujo por dentro. Ya antes de franquear el enorme portón de madera labrada, pude divisar unos interiores suntuosos, con lujosas alfombras y fastuosas cortinas. Entré al enorme vestíbulo y me pareció que entraba en otra época: muebles de la época colonial, y mucamos con uniformes y turbantes que se inclinaban frente a mí. 

 En la recepción les expliqué que el dueño del rikshaw me había conducido allí por error y les pedí que me recomendaran algún lugar más sencillo. Entonces me enteré que ese día era víspera de un feriado y que me sería difícil conseguir alojamiento, excepto ahí, claro…

Ese hotel no era un alojamiento adecuado para una peregrina, así que no tuve ni un segundo de indecisión.  Salí del lujoso vestíbulo con paso firme y le comuniqué al chico del rickshaw, con señas, que seguíamos viaje. 

Después de muchos esfuerzos por su parte y por la mía, y de la ayuda de un señor que pasó y que hablaba inglés, supe que no había opciones: o el hotel adonde me había llevado o… la “bamboo hut”. Yo ya sabía lo que era una “bamboo hut” y muy contenta exclamé ¡bamboo hut! , sin saber lo que me esperaba. 

El rickshaw dio algunas vueltas y finalmente se detuvo frente a un conjunto de chozas muy humildes. Enseguida apareció una viejecita de edad incalculable, pequeña y encorvada, quien muy sonriente me señaló con el dedo la choza que alquilaba.

Por fuera era muy sencilla, pero supuse que por dentro tendría algunas comodidades. Así que despedí al rickshaw y entré en la choza. Era un espacio vacío y oscuro, con apenas un ventanuco y clavos sobre las paredes de barro de los que colgaban un par de sucias hamacas. Ni baño ni agua corriente.

La viejecita, acuclillada y mirándome con sus pequeños ojos vivaces, parecía muy contenta, quizás porque el precio pactado (que comunicó usando los dedos de la mano) era probablemente mucho más de lo que ella hubiera pedido, si no fuese que yo era extranjera y no había alojamiento en Puri. 

 Cuando entendió mediante señas que necesitaba un lugar como aseo, me mostró una letrina comunal (escondida en una choza minúscula) y enseguida, moviéndose con agilidad a pesar de que le calculaba como noventa años, me trajo una palangana y una jarra de agua. 

Toda la situación me producía sentimientos contradictorios, en parte risueños, en parte de fastidio, pero… ¿no quería viajar como una sadhvi?...  Bueno, dormir ahí era algo que cualquier sadhu hubiera considerado aceptable.  

Además, ya era casi de noche, con esa última luminosidad del cielo que precede a las sombras. Así que acepté lo mejor que pude el lugar y comencé a acomodar mis cosas, mientras le explicaba a la dueña que dormiría en el suelo. 

 Puse una de las hamacas sobre la tierra apisonada y extendí sobre ella la bolsa de dormir. Pero la anciana, señalando las paredes y haciendo graciosos gestos con su carita plena de arrugas, me hizo comprender que había muchas arañas y que dormir sobre la hamaca era menos peligroso. 

 Cuando ella se retiró, me dediqué a mirar las paredes con ayuda de mi linterna,  y descubrí numerosas telas de araña y a las hacedoras de las mismas, que variaban desde algunas pequeñas hasta otras de tamaño amenazador. Así que me resigné a dormir en una hamaca… 

Pero no me sentía cómoda en ella:  no pude relajarme y pasé la noche sin dormir. Lo único que me consoló fue sentir que eso era una prueba: “Querías viajar como una sadhvi… y esto es viajar como una sadhvi”.

A la mañana siguiente me despedí de la viejecita y me fui a caminar por Puri, con la idea de conseguir algo más cómodo… o irme. Desayuné en el primer chai-shop que encontré, y mientras miraba el movimiento de la ciudad sentí que lo primero era ir a contemplar el mar.

Lo encontré enseguida… Corrí hacia el agua, y después de sumergirme hasta las rodillas y lavarme con placer brazos y cara, me tendí sobre la arena, poniendo el bolso bajo mi cuerpo. 

Unos minutos después estaba dormida…


Me despertaron unas voces y el sol terrible del mediodía sobre mí. Varios niños se habían juntado a mi alrededor. Conversaban y reían, mientras me miraban… Tal vez les causaba gracia que estuviera profundamente dormida sobre la arena…  

Me levanté y empecé a caminar por la playa… El calor era fuerte, pese a la brisa marina y a que ya estábamos a principios de diciembre. Y aunque había estado un par de horas durmiendo, sentía un gran cansancio. 

 Me senté a contemplar el mar y las olas… Y de pronto, una tristeza enorme, una melancolía profunda, se apoderó de mí… Fue muy extraño, porque me había sentido mejor en los últimos días.

 De inmediato deseché esos sentimientos, tratando de no hacerles caso: quizá se debían a que estaba muy cansada. Y pensé en comer: “A mi cuerpo va a gustarle un buen plato de comida india”. 

 Salí de la playa… y muy pronto encontré un pequeño restaurante, donde almorcé un contundente curry de pescado con arroz y varios roshogolla* como postre. 

Después de comer me sentí mejor, y le pregunté al dueño del local si era cierto que no podría conseguir alojamiento. Respondió que me sería muy difícil: feriado unido al fin de semana, muchos turistas, ningún alojamiento… 


Algo empecinada (porque Puri me gustaba), caminé mucho y pregunté bastante…,  hasta que renuncié a quedarme.

 Pero no quería renunciar al mar… Y fue en ese momento que decidí continuar el viaje siguiendo la línea de la costa, y visitar no solamente las ciudades, sino también los pueblos, donde estaría en contacto con una India que aún no conocía.  

Me dirigí a la estación de trenes y tomé el primer tren que pasó rumbo al sur…

Y esa noche dormí en un cómodo hotel, en una ciudad junto al mar: Srikakulam. 


La India rural


 En Srikakulam me quedé esa noche y la mañana siguiente, y después de investigar un poco, entendí cómo tendría que solucionar el asunto del alojamiento y la comida.  

 El problema en los pueblos, según me informaron, sería la dificultad para hospedarme.  Aunque a veces se conseguía alojamiento en las casas de los campesinos, para pasar la noche era más fácil una ciudad. Y después de la experiencia en la “bamboo hut” (muy propicia para practicar austeridades, pero muy agotadora y desagradable para una chica occidental acostumbrada a la comodidad y al agua corriente), resolví que no tenía que extremar las cosas y que un poco de comodidad no estaba  mal. 

Para sostenerme en esta idea tuve presente que el Swami Vivekananda (cuyo libro llevaba conmigo) había sido hospedado en sus viajes por personas de las clases altas  y parecía no haber desdeñado ciertos aspectos de la vida, como dormir bien y una buena comida.

Y así, empecé a recorrer el estado de Andhra Pradesh a lo largo de la costa, subiendo y bajando de trenes y autobuses. Adaptaba mis movimientos para que la cena y el sueño transcurrieran en alguna ciudad, donde siempre encontraba algún hotel no muy caro, con baño privado y locales cerca para comer.  

 Y cuando era posible me internaba varios kilómetros y exploraba los pueblos… Pude así conocer la India rural, enormemente pobre pero acogedora y amable, con sus gentes sencillas que parecían vivir en otra época.

Los pobladores solían observarme con curiosidad. Quizás no estaban  acostumbrados como la gente de las ciudades a ver extranjeras viajando solas. Sin embargo, a menudo intentaban orientarme, lo cual era difícil debido a la incomunicación idiomática. La mayoría de ellos no hablaba inglés, pero siempre ‒antes o después‒ encontraba alguien que lo sabía y estaba dispuesto a ayudarme. 

Por suerte, muy pronto aprendí algunas frases rudimentarias en el idioma de la región, el telugu, gracias a un conserje de hotel muy amable que dedicó un buen rato a enseñarme. Entonces me resultó más fácil moverme: preguntar dónde paraba el ómnibus, pedir un plato de comida cuando estaba en algún pueblo donde había restaurante, o pedir agua en alguna casa donde veía mujeres y niños. Esto, además, me daba pie para comunicarme un poco con la gente, aunque sólo fuera con breves frases, señas y sonrisas.  

 El paisaje rural de Andhra Pradesh es muy verde, con campos cultivados y bosques de mangos y cocoteros. Sus habitantes son campesinos que cultivan arroz, caña de azúcar y lentejas, que ordeñan vacas, o que viven de la pesca, si su pueblo está pegado al mar. 

 La diferencia entre los pueblos y las ciudades era notoria. Los pueblos eran en su mayoría humildes y la gente vivía  con gran simplicidad, de un modo no muy distinto al de sus antepasados.  Los hombres seguían usando la vestimenta tradicional, el dhoti y el lungi, que en realidad no son más que un trozo de tela de distintos tamaños, atado de diferentes formas. Las mujeres, con sus saris de telas sencillas y coloridas, parecían trabajar a la par que los hombres, en el cultivo y en las cosechas, y a veces las veía pasar llevando grandes canastos sobre la cabeza. 

Vi campesinos arando la tierra con arados tirados por bueyes y vi artesanos, como los alfareros, que fabricaban vasijas de todos los tamaños con sus rudimentarios tornos. Y estuve en pueblos muy diferentes… En algunos las casas eran de barro con techos de paja, no tenían electricidad ni agua corriente, y casi todos sus pobladores eran muy humildes. En otros había llegado el progreso, había casas de material y se notaba cierta prosperidad.  

 Supe que Andhra Pradesh tiene una historia de gran cultura, tanto en su música como en su literatura. Y era evidente la convivencia de todas las religiones, ya que en algunos lugares (sobre todo en las ciudades), además de templos hindúes, budistas y musulmanes, había iglesias cristianas. Esta coexistencia de templos de diferentes creencias es muy normal en toda la India, pero no le había prestado atención hasta entonces. 

 Y así fue transcurriendo mi tiempo como sadhvi: caminando incansablemente por las calles de antiguas ciudades o por los caminos rurales que serpentean entre campos y bosques. Era un movimiento incesante que me hacía bien. La tristeza todavía estaba, pero como una presencia suave. Los nuevos lugares y las nuevas impresiones ocupaban mi mente, y los recuerdos tristes sólo aparecían de tanto en tanto.  

Y mientras vagabundeaba hubo ‒además del movimiento externo‒  un movimiento o avance interno: tuve un sueño que dio lugar a una nueva práctica, la cual se convirtió en mi foco durante esas semanas…

 

Un sueño y un mantra en arameo


   El sueño era así:

   El padre Mark estaba sentado frente a mí, delante de su hogar, y yo lo escuchaba con atención. Y estaba ocurriendo algo impensable en la vida real: el padre me regañaba, aunque con gran dulzura. 

   “Te he dado un mantra… ¿Por qué no practicas con el mantra que yo te di?” me amonestaba el padre.

Yo lo miraba en silencio, sin saber qué responder…, y después le prometía practicar con su mantra.

Al despertar y recordar el sueño me sorprendí, porque era verdad que el padre me había dado un mantra, si bien nunca lo había empleado. Era una frase en arameo*, el idioma de Jesús Cristo, y sonaba de un modo suave y fácil de pronunciar.  

No quise complicarme con análisis psicológicos, intentando desentrañar por qué no había usado su mantra. Simplemente comprendí que ese sueño era muy significativo y que tenía que hacerle caso. “A veces los sueños son claros como el agua”, había dicho una vez Baba Boom Shiva, cuando alguien le pidió que le explicara un sueño. 

Así que, mientras peregrinaba a lo largo de la costa, empecé a meditar usando el mantra.  

Y  recordé que el padre Mark solía decir que toda práctica espiritual, como repetir un mantra u otra, debe ser sostenida con fe y amor, porque solamente eso puede llevar a la contemplación…  Recordé sus palabras con exactitud:

“Fe es la apertura del corazón a la realidad de Dios… Amor es el movimiento del corazón mediante el cual nos unimos a ese Misterio… Y la contemplación es la práctica de la presencia de Dios.”  

 

Templos y devoción


Me gustaba sentarme a practicar frente al mar y cuando el mar no estaba cerca, entraba en algún templo. 

Siempre había notables templos en las ciudades donde me detenía (por toda la India hay templos notables), y cuando entraba en uno de ellos buscaba la imagen o estatua de alguna divinidad de mi agrado y me ubicaba cerca de su altar. Mi preferido era Krishna, pero una de las veces no lo encontré y me senté cerca de la bella Saraswati, la diosa del conocimiento, de la poesía y la música, de los pensamientos sinceros y el perdón. 

Mis amigas de Bhubaneswar me habían dicho que en algunos templos no se permitía la entrada a extranjeros, excepto si no se daban cuenta de que lo eran. Por eso, me habían sugerido que me pusiera un sari y me cubriera la cabeza, que llevara puestos los anteojos de sol, y que ingresara al templo cuando entrasen muchos de golpe, disimulada entre ellos y con la cara un poco escondida para ocultar mi blancura. 

Pero solamente una vez tuve que hacerlo; en los otros templos no fue necesario y entré  con la cabeza erguida, sin ocultar que era extranjera. 

Todos los templos que vi eran antiquísimos y deslumbrantes, con innumerables estatuas, imágenes y símbolos, flores y aromas de incienso. Los altares estaban iluminados con lámparas y exhibían bandejas con ofrendas. A veces estaban dentro de una cavidad separada y protegida por un enrejado de metal, o tenían puertecitas de madera que al cerrarse ocultaban las imágenes y murtis de la vista.

Sin embargo, algo me faltaba al meditar en los templos... Me gustaba visitarlos porque eran magníficos, pero mi devoción no se intensificaba al practicar en el ámbito de un templo. Las imágenes de las divinidades hindúes no despertaban mi fervor, como sí seguramente lo harían para los hindúes. La diosa Kali*, con su terrible aspecto, casi feroz… O el dios mono Hanuman*… O Ganesha*,  con su cabeza de elefante… O el todopoderoso Shiva, el gran asceta, sentado sobre una piel de tigre y con serpientes o collares de calaveras enroscadas alrededor de su cuello y sus brazos… Incluso las imágenes del dulce Krishna y de la bella Saraswati, eran sólo eso para mí: imágenes… 

 Solamente en una ocasión sentí de otro modo en un templo, y fue cuando participé de una puja. La ceremonia estaba conducida por un sacerdote mediante diversos rituales, y también se tocaron instrumentos y se cantaron  bhajans. La atmósfera era de fuerte religiosidad  y me sentí hermanada con todos esos hombres y mujeres que participaban de la puja… 

 Sentí que todos éramos devotos y que nuestra devoción, por encima de imágenes y símbolos, de rituales y ofrendas, era devoción a lo Divino, a la Suprema Verdad más allá de toda apariencia… 

Pero salvo esa vez, no me sentía particularmente inspirada dentro de los templos. Mucho más me inspiraba el mar, el mar inconmensurable, casi infinito… Cada vez que podía me sentaba a recitar el mantra frente al mar... 

Con el pasar de los días, me fui enfocando en el mantra no sólo cuando me sentaba, sino que a veces me descubría repitiéndolo en voz baja o en silencio mientras hacía otras cosas.  

Y se fue despertando en mí una fuerte devoción…


Nellore y una experiencia  


 Ya eran los días previos a la Navidad y había llegado al atardecer a la ciudad de Nellore… 

Me hospedé en un hotel muy bonito, y al preguntarles a los recepcionistas qué había de interesante para ver en Nellore, me dijeron que era una ciudad con muchos templos.

El hotel me gustaba y estaba empezando a cansarme de tanto movimiento, así que esa noche, antes de dormirme, decidí que me quedaría un par de días. Y como Nellore está a varios kilómetros de la costa y no podría meditar frente al mar, pensé en reanudar la visita a los templos.  

A la mañana siguiente me desperté bien temprano, y después de un ligero desayuno, emprendí la búsqueda de algún templo para dedicarme a mi mantra sin distracciones.

 Pero no me molesté en averiguar donde estaban: si había tantos templos como me habían dicho, no tardaría en toparme con alguno. Y me puse a caminar sin rumbo fijo, esperando encontrar un templo antes o después…

Caminé durante largo rato, hasta que me crucé con uno. 

Pero no era un templo hindú…, era un templo cristiano. Una iglesia, de edificación muy sobria. 

¡Una iglesia! 

 Después de un año en la India ya no creía en casualidades, ya no creía en el azar. Había salido en busca de un templo y me había encontrado con una iglesia cristiana. ¡Y los días previos a la Navidad!  

Era una iglesia preciosa…  y estaba abierta.   

Vi carteles junto a la entrada, en las lenguas de la región y también en inglés, anunciando distintas celebraciones. Y al leer una inscripción alusiva a ella, supe que en realidad era una catedral. 

Avancé hacia su interior… Se veía mucho más modesta que las catedrales de mi país. Tenía columnas y ventanas ojivales, pero todo era muy sencillo.

Caminé por la nave central, entre las hileras de bancos, hasta que estuve frente al altar mayor, a los pies del crucifijo con el Cristo, que estaba a gran altura.  

Entonces…, tuve el impulso de rezar.  

Y me puse a rezar,  haciendo una petición. 

Pedí que mi pena se calmara por completo, que mi corazón no anhelara más que el contacto con lo Divino, y que hubiera progresos en mi sadhana.

Oré durante bastante tiempo, sentada, mirando a la imagen del Cristo…, hasta que, sin darme cuenta, caí de rodillas. 

 Mis pensamientos se habían detenido… 

Y de pronto, me inundó un sentimiento intenso, desbordante…, de amor a lo Divino… Y una felicidad exaltada…  

Era glorioso… Como si olas de amor me atravesaran… Olas de amor y de alegría ardiente… 

Sentí que ese amor me abrumaba… 

Que iba a morir… de amor… 

A estallar de amor… 


Después de un tiempo sin tiempo, retomé conciencia del lugar donde estaba y me di cuenta que mis mejillas estaban húmedas. Y que me dolían las rodillas.

 Me levanté y salí de la catedral… 

 Estaba como embriagada y el sentimiento de amor continuaba, aunque era mucho más suave. 

 Con el pasar de las horas, la experiencia se fue convirtiendo en un recuerdo…

 Pero mi mente reflexiva elaboró conclusiones: ese impulso por rezar…, esa resonancia ante la cruz y la imagen del Cristo… Esa resonancia que me faltaba en los templos hindúes…  Esa experiencia de amor, de éxtasis…   

Y recordé al padre Mark diciendo que en Occidente todos somos cristianos.  


Madrás. Un retrato me hace cambiar de planes


    Durante el día siguiente a  la experiencia, comprendí que mi viaje como sadhvi había terminado y que se acercaba el momento de volver a Satyavanam. Pero no podía ir todavía: vísperas de Navidad y muchos visitantes. Tenía que esperar un poco más.

    Decidí pasar esos últimos días del año en Madrás. Y llegué allí después de un viaje de apenas tres horas. Fue un arribo placentero, porque ya conocía la ciudad, sabía cómo moverme por ella y, por supuesto, iba a ir al mismo hotel. 

   El dueño me recibió como a una vieja amiga, me dio una habitación más linda aún que la de la vez anterior, y después de disfrutar de un baño de inmersión en la antigua bañera, salí a pasear por las calles que conociera en compañía de Radha.

  Y pasaron varios días…  

  Me sentía muy bien.  Casi no pensaba en Joan, ni pensaba demasiado en nada. Tenía de a ratos estados de completo bienestar, de paz y contento, casi de beatitud…

  Y estaba por escribir a Satyavanam, anunciando mi llegada para los primeros días de enero, cuando un retrato me hizo cambiar de planes…


   Una tarde entré en una tienda que había visitado con Radha. En aquella ocasión, mis ojos se habían detenido únicamente en los objetos de plata y me había comprado una pulsera. Y ahora visité la tienda en busca de un portasahumerios. No recordaba haberlos visto, pero como era un negocio grande y con objetos muy variados, no dudé que hallaría alguno de mi agrado.   

 ¡Cómo el estado interno determina lo que uno ve!...

  Mientras buscaba el portasahumerios, recorriendo los estantes con la vista, me topé con un retrato que no había visto la vez anterior, aunque era bastante grande.

  Mostraba el rostro de un anciano, cuyos ojos parecían mirar desde el Infinito… Su expresión bondadosa era casi divina,  y su mirada  ¡tan insondable!,  que sentí que podría hundirme en ella y entrar así en meditación. 

   El dueño de la tienda me observaba, y señalando el retrato dijo:

—Él es uno de nuestros más grandes sabios, señora, el gran Sri Ramana Maharshi… Su ashram está a los pies de una montaña sagrada que se llama Arunachala.

   A partir de ese momento, Sri Ramana Maharshi se convirtió en una presencia. Descubría retratos suyos por todos lados, y cada vez que le preguntaba a alguien por él, escuchaba exclamaciones de respeto y veneración: 

 “¡Grande, muy grande, señora!... ¡Un gran místico!... ¡Un gigante espiritual!...” 

   Y una mañana, sentada en meditación frente al mar, tuve una imagen muy clara de él, con  movimientos: fue como soñar despierta.

   El Maharshi estaba de pie, idéntico a como se lo ve en algunas fotografías. Vestido con el breve koupinam*, su cuerpo frágil apoyado en un bastón, y algunos animales cerca… Y parecía llamarme, muy serio, con un gesto que interpreté como: “Ven a visitar mi ashram, aquí podrás meditar muchísimo y sentir la energía de Arunachala”.

   Después de esa visión, resolví posponer un poco la visita al padre Mark e ir primero a Tiruvannamalai (no muy lejos de Madrás), donde está el ashram de Sri Ramana.  


Fin de año en Madrás. Ashram de Sri Ramana Maharshi


   Aunque en algunas regiones de la India el calendario es distinto al que usamos en Occidente y el año nuevo se celebra en otras fechas, no es así en Madrás, cuyo fin de año me pareció similar al fin de año en mi país. Advertí más movimiento que el habitual en las calles y esa excitación propia de la fecha y sus festejos. En el hotel me dijeron que por la noche habría cenas con música y baile en varios lugares elegantes, como también recitales de famosos artistas.

  Por supuesto, nada de eso me interesaba. 

  Al mediodía almorcé en un buen restaurante, y compré dulces y frutas para la cena. 

  Por la noche  participé de los festejos asomada a mi ventana, y al dar las doce, escuché los estruendos y vi las luces de los fuegos artificiales. 

   Hice una breve oración de bienvenida al nuevo año, una oración agradecida y esperanzada; y recordé a mis padres con alguna nostalgia. 

  Y cuando el bullicio se calmó me acosté a dormir, con imágenes anticipatorias del próximo viaje: ya tenía comprado el pasaje para Tiruvannamalai. 

 

 Tres días después, en apenas cinco horas, llegué a una ciudad pequeña, muy antigua, construida alrededor de un templo. Y enseguida conseguí un taxi que me dejó en el ashram, el cual no está lejos de la ciudad.

 Al llegar, me dirigí a la oficina de recepción… Vi bastante gente yendo y viniendo, y también bellísimos pavos reales y algunos monos.

   El gerente me interrogó con gesto adusto: ¿De dónde era?...  ¿Cuánto tiempo deseaba quedarme?... 

   Yo ya sabía que mucha gente usa a los ashrams como hoteles baratos, y debido a eso en algunos son rigurosos con la admisión y piden recomendaciones. Y también son rigurosos con el tiempo de la estadía:  si ven que uno ha ido para practicar su sadhana le permiten quedarse todo lo que desee; si no, lo echan. 

  Mis primeras respuestas no parecieron satisfacer del todo al gerente, quien entonces preguntó:

—¿Por qué, señora?... ¿Cuál es su propósito?...  ¿Quién le dijo de venir aquí? 

—Fue Sri Ramana Maharshi quien me dijo que viniera... Lo vi durante una meditación… 

   Esta respuesta le gustó: su semblante se dulcificó y me dijo que podía quedarme en principio una semana, y que al cabo de la misma volveríamos a conversar. 

   Luego me condujo hasta un cuarto pequeño, aunque cómodo, y me indicó los horarios de las comidas y las pujas. 

  Al quedarme sola advertí, sobre una de las paredes, una fotografía enmarcada del Maharshi. Era la imagen más conocida de él y la primera que había visto, la de la mirada insondable.

   Me senté frente al retrato, sentí una alegría tranquila y profunda,  y de inmediato entré en meditación…



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