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Esta es la tapa virtual

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Diario y Capítulo 8

 Diario de Moira. Ashram de Sri Ramana Maharshi


21 de enero, por la noche


   Debido a las muchas horas que medito, duermo poco. Y como dedico parte de la noche a los recuerdos, esa disminución de las horas dedicadas al sueño no está mal. 

  Pero ahora me toca recapitular algo que va a conmoverme… Estoy segura que va a  conmoverme, y temo que eso sea una distracción para mi práctica...  

   Como sea, voy a recordarlo…

      


Capítulo 8


El agotador viaje hasta Delhi


    Mis temores antes de subir al tren no resultaron infundados: el viaje fue un martirio. Peor que el de Benares a Madrás, quizás porque en aquel viaje todo era nuevo, recién llegaba, y estaba tan sorprendida ante lo que veía que no prestaba la misma atención a las incomodidades. 

   Además, en aquel viaje había conseguido ubicación en un compartimiento exclusivo para mujeres. Son unos apartados pequeños que hay al principio y al final de cada vagón, reservados para mujeres que viajan solas. Allí me había sentido cómoda y segura, en compañía de otras mujeres indias (algunas con sus niños), quienes además de hacerme un montón de preguntas, me convidaron con las comidas y bebidas que llevaban. Había sido interesante, a pesar de casi no dormir y de las muchísimas horas viajando. 

  Pero ahora fue terrible, completamente agotador…

  No pude conseguir lugar en los compartimientos para mujeres y viajé en un vagón común de la primera clase. Normalmente, las mujeres que viajan en esos vagones no están solas, sino acompañadas por padres, hermanos,  maridos o hijos. Claro que yo era extranjera, pero…  hubo incidentes durante el viaje que me alteraron.

  Había pagado un recargo para disponer de litera durante la noche, creyendo que llegado el momento me invitarían a pasar a otro vagón, donde me encontraría con una cómoda litera. 

   Lamentablemente, lo que sucedió fue muy diferente a lo que imaginaba…

  Temprano en la noche apareció un empleado del ferrocarril, quien a los gritos echó a casi todos de los asientos, excepto a los que mostraban haber pagado el recargo que autorizaba el uso de una litera. Después que le mostré mi pasaje, levantó el respaldo de la butaca donde yo estaba sentada, lo transformó en una litera elevada, y señalándola me hizo entender que esa era la mía. 

   ¡Qué desengaño!... La misma butaca, sin cortinas o algo que la separara y le diera cierta intimidad. Me sentí muy incómoda, sin ganas de tenderme sobre la litera. Pero tenía que hacerlo o al menos subirme a ella, porque en la inferior ya se estaba acomodando un señor indio de bastante edad. Así que subí, y me quedé sentada hasta que el cansancio pudo más y me recosté. 

   Al cabo de un rato logré amodorrarme, aunque pronto volví a la conciencia de lo que me rodeaba con una sensación de incomodidad. Entonces noté que en mi litera estaba cómodamente sentado un joven indio, quien empujaba mis piernas con su cuerpo. Le pedí lo más amablemente que pude que se fuera, pero el joven ‒quien no sé si entendía inglés, pero se tenía que dar cuenta de que lo estaba echando‒ no se movió. Con una sonrisa burlona, siguió imperturbablemente sentado, mientras yo continuaba pidiéndole que se fuera, en un tono de voz cada vez más alto y enojado… 

   Luego de unos minutos, asomó la cabeza del anciano de la litera inferior, quien viendo lo que ocurría se levantó. Enfrentando al invasor, le dedicó un sermón en algún idioma de los muchos que hay en la India… Me hubiera gustado saber lo que le dijo… Lo real es que dio resultado: el joven dejó de reírse, se bajó de mi litera e incluso se fue del vagón.  

   Fue un incidente extraño, aunque también reconfortante. Agradecí al anciano con una sonrisa y un namasté, y me sentí totalmente protegida, a pesar de que algunos hombres indios no son respetuosos cuando se trata de mujeres occidentales que viajan solas. Claro que el incidente tuvo consecuencias: ya no logré volverme a dormir, ni siquiera en forma superficial. Seguí recostada, porque era más cómodo que viajar sentada, pero completamente despierta. 

   Por la mañana, otro empleado (con iguales gritos que el de la víspera) nos obligó a levantarnos. Y las literas pasaron a ser nuevamente asientos y respaldos de asientos.

  Durante el día hubo más incidentes…

  Estaba ligeramente asomada a la ventanilla y miraba los campos verdes que se sucedían monótonamente (con alguna que otra figurilla humana de tanto en tanto), cuando sentí algo húmedo que golpeaba mi mejilla. Pensé que sería algún insecto. Unos minutos después volví a sentir el golpe y la sensación de humedad. Toqué mi mejilla y mis dedos aparecieron manchados de rojo. 

  Me pareció muy raro, hasta que descubrí la causa de los golpes húmedos: en el asiento por delante del mío viajaba un hombre mascando betel* y cuando lo escupía por la ventanilla, el viento y el movimiento hacían que su escupitajo llegara a mi mejilla. 

  Me limpié la cara con una loción que llevaba y ya no volví a asomarme por la ventanilla. 

   Cuando llegué a Delhi, después de cuarenta horas o más, estaba completamente agotada, de mal humor y pensando que no volvería a  viajar en tren si podía evitarlo. 

   

  Lo inesperado


  Me hospedé en el hotel de siempre, cerca del mercado Chandni Chowk. Mis planes eran quedarme apenas el tiempo indispensable y luego, ya que estaba en el norte, viajar al valle de Kashmir. Cada vez que preguntaba por Kashmir, me decían que era de una belleza increíble, con lagos y montañas, y ahora era la mejor época para ir, ya que en invierno hace frío y nieva. 

Hice los trámites para la visa: fue más fácil de lo imaginado y no necesité recurrir a la ayuda del cónsul. Por eso, la visita a la embajada quedó para el final. Esperaba como siempre carta de mis padres, y también de mi maestra de hatha-yoga y de un par de amigas. 

El cónsul me entregó varias cartas juntas, mientras tomábamos un café y conversábamos acerca de las costumbres indias. 

Entre las cartas ‒que miré superficialmente cuando me las dio‒ había un sobre de avión en color celeste. Me intrigó: no provenía de Argentina, sino de la misma India, y supuse que era una carta de Ruth. 

   Apenas salí de la embajada me senté en el muro de una mansión para mirar los sobres. Primero miré el de color celeste, el que suponía proveniente de Ruth. 

Pero no era de Ruth…, era una carta de Joan.

Sentí que me faltaba el aire… 

Y tuve que esperar unos minutos para abrirla, porque estaba completamente alterada. Me había despedido de él con la casi certeza de que era definitivo. Y ahora esa carta... 

Recordé que él había dicho que iba a escribirme, pero nunca pensé que lo haría.

Cuando mi respiración se normalizó, desgarré el papel del sobre y leí. Estaba fechada unos días antes y eran unas breves líneas, que me sorprendieron muchísimo. 

“Hola Moira, lo siento. Quiero disculparme por mi comportamiento en Satyavanam. Te debo una explicación y muchas conversaciones como las que teníamos junto al Ganges. Estoy en Nainital, un lugar muy bonito, y me quedaré dos o tres semanas más. Si esta carta te llega a tiempo y quieres venir…” 

 Luego estaba el nombre del hotel donde se alojaba, las indicaciones para llegar a Nainital del modo más cómodo posible, y una posdata aclarando que era una invitación. 

Caminé en un estado de gran agitación durante largo rato, por las veredas de ese barrio elegante… Y anduve algo perdida, hasta que apareció un rickshaw vacío que me llevó al hotel. 

Me abrumaban toda clase de dudas y recelos. No sabía qué hacer, qué decidir… Joan había sido encantador en Benares, pero casi cruel en Satyavanam. Y aunque me sentía muy atraída por él, esa conducta contradictoria e incomprensible que había mostrado me atemorizaba.  

Estuve dos días en ese estado, muy enredada, con cambios constantes de humor y de ideas. Me despertaba pensando que sería absurdo decirle que no, pero enseguida me acosaban los temores, recordaba como me habían trastornado sus actitudes en Satyavanam y pensaba que sería un desatino volverlo a ver.

Finalmente, me ayudó a decidir algo que me confesara Krishnadas y que me había parecido muy sabio: 

“Nunca me arrepentí de lo que me atreví a hacer, aunque más tarde se mostrara equivocado. Pero sí me arrepentí, más de una vez, de aquello que no me atreví a enfrentar, de aquello que no me atreví a vivir…”

Así que, superando la confusión aunque con enorme ansiedad, compré un pasaje y me subí a un autobús casi de lujo que iba directamente a Nainital.


Nainital

Llegué después de un viaje cómodo y no demasiado largo a un lugar increíble, con un gran lago hundido entre montañas. Y el autobús me dejó muy cerca del hotel, cuyo edificio era grande y elegante.

Cuando pregunté al conserje por Joan, su respuesta en vez de decepcionarme me tranquilizó: estaba haciendo trekking* por las montañas y había dejado dicho que si yo venía que lo esperara, que volvería en pocos días. 

Tenía unos días más para serenarme…

Me dieron una habitación preciosa, enfrente de la habitación de Joan, con vista a las montañas. El baño era casi fastuoso, con bañera y un inodoro en vez del acostumbrado agujero embaldosado en el piso.  

Me dí un largo baño de inmersión y después salí a conocer Nainital…

 

La belleza de Nainital es deslumbrante y durante las primeras horas fui de asombro en asombro… La ciudad es pequeña, está construida alrededor del lago, y a éste lo rodean laderas cubiertas de altos y frondosos árboles. Fue fundada por los ingleses y se nota su presencia en las magníficas casas de estilo europeo. Todo el sitio es alto, más de dos mil metros de altura, por lo cual el clima durante el verano es  muy agradable. Antes de la independencia de la India fue un reducto colonial, pero ahora son los indios los que veranean allí. Claro que turistas indios con poder adquisitivo: vi muchas mujeres con joyas de oro y vestidas con elegancia.   

 Era la época de las lluvias, y cuando llovía Nainital me parecía más hermosa aún, con las aguas del lago que tomaban otro color y esa luz plateada propia de los días nublados. Y cuando el sol salía, después de un chaparrón, el follaje exuberante de los árboles brillaba, reflejándose en el lago. 

 Pronto supe que Nainital era uno de los lugares más elegidos por parejas de recién casados. ¡Un sitio para parejas en luna de miel!... Saberlo aumentó mi ansiedad (si eso era posible) y mi estado anímico era de inquietud permanente.

Sin embargo, a pesar de mi agitación, disfruté de esos pocos días a solas en Nainital, mientras me preparaba para el encuentro. Paseos interminables; comidas deliciosas, en alguno de los numerosos restaurantes; o compras, como maquillaje para las pestañas y una tobillera de plata con muchos dijes.


El encuentro

 

Una mañana, después de un abundante desayuno, salí a caminar… Fue un largo paseo, por el borde del lago, y cuando me cansé volví al hotel. 

El conserje me recibió con una sonrisa enorme y cierta picardía en sus gestos, diciendo que el señor Joan había llegado y estaba en su habitación. 

Subí la escalera lentamente, con un nerviosismo que me hacía temblar. Y me di cuenta que si no me tranquilizaba no estaría en condiciones de verlo. 

Entré en mi cuarto, me senté junto a la ventana, y mientras contemplaba las laderas verdes me puse a practicar pranayama. Luego llené la bañera con agua caliente, me sumergí y continué con las respiraciones. 

Me sentí mejor después de todo eso. 

Para vestirme elegí el sari color esmeralda, que casi no había usado desde que lo comprara por ser demasiado ostentoso, pero que allí entonaría con el lujo general y con la ropa de las demás mujeres. Era de seda tornasolada, con una guarda en ambos bordes de la tela que parecía hecha con hilos de oro. La blusa, también de seda, apenas cubría la parte superior de mis brazos y el busto, dejando libre una ancha franja de piel hasta la cintura.

Dejé mi cabello suelto, me pinté los ojos y estrené la tobillera de plata.

Cuando estuve lista, volví a sentarme y a practicar pranayama unos minutos más, porque a medida que se acercaba el momento de verlo, reaparecía mi agitación. 

No me calmé demasiado, pero ya era hora de ir a verlo, así que después de una última mirada en el espejo, abrí la puerta. 

Casi podía oír los latidos de mi corazón… 

Recorrí el breve espacio entre mi habitación y la suya, golpeé y enseguida escuché su voz:

—¿Eres tú?... Pasa... 

 Abrí su puerta y asomé la cabeza, tratando que él no notara mi turbación.

 Joan estaba sentado sobre la cama, apoyado sobre el respaldo, con un libro en las manos. 

 Me miró muy sonriente, y me pareció que sus ojos brillaban un poco.  

—¡Qué bueno que hayas venido! —dijo con voz entusiasta—. ¡Qué guapa estás... con ese sari! 

 Se levantó y me abrazó con fuerza, en un abrazo abierto y confiado. Y expresó repetidamente lo contento que estaba por mi venida… 

—Deseaba mucho que vinieras... ¡Vaya, pues qué bien!  

 Y yo me dediqué a observar sus cosas desparramadas, para no enfrentar su mirada, que me conmovía indeciblemente. Vi objetos tirados por todos lados: borceguíes, ropa, la mochila, una cantimplora... 

Me senté en una silla y él volvió a acomodarse sobre la cama. Y empezó  a contarme sus aventuras por las montañas, diciendo lo bien que se sentía después de tantos días caminando y durmiendo en una tienda  y bebiendo el agua pura de las vertientes…

Lo escuchaba con gusto: era muy lindo lo que contaba de sus días de trekking y muy interesantes algunas de las peripecias que tuvo que afrontar. 

Y de pronto me di cuenta que me había tranquilizado: la pura alegría que sentí al verlo y la franca simpatía que él me mostraba, habían conseguido que mi agitación desapareciera.  

Lo escuchaba y lo contemplaba: vi  amabilidad en su rostro, afecto en su sonrisa y… ese brillo en sus ojos al mirarme. 


Conversamos largo rato, contándonos esas semanas desde la despedida en Satyavanam, y luego salimos para almorzar.  

Joan me tocaba a cada rato, ciñendo mis hombros cuando cruzábamos una calle o enlazando mi cintura para saltar un charco.  

¡Lo encontraba tan distinto! 

Y me encantaba este Joan, muy diferente a los Joans que había conocido hasta entonces. Ahora era un hombre que claramente deseaba seducir a una mujer y lo mostraba sin reservas, mirándome de un modo tierno, cálido, y repitiendo que yo estaba guapa.    

Yo le respondía con timidez…

—Bueno, cualquier mujer se vería hermosa con un sari como éste.

—Cualquier mujer, no... Tú eres guapa, el sari lo único que hace es destacarlo.

Pasamos todo el día juntos, paseando y dialogando interminablemente. Y por la noche nos despedimos junto a la puerta de mi habitación, con un cálido beso por su parte en cada una de mis mejillas. 


Paseos y ...  


No hay demasiado para hacer en Nainital, y además de pasar bastante tiempo comiendo o tomando el té en un sito elegante, lo habitual es pasear alrededor del lago o sobre la superficie del lago, en algún bote de alquiler. Sentarse en el cómodo asiento con almohadones que está en un extremo del bote, frente al asiento del botero, y mirar desde allí las laderas boscosas o ayudar al remero usando los remos vacantes. 

No era la India que yo había conocido hasta entonces: no había rincones sagrados para descubrir como en Benares, y aunque había templos y probablemente ashrams, no eran lo más destacado del lugar. Lo esencial eran las montañas y el lago, su aturdidora belleza, y respirar el aire puro y fresco mientras se camina por los alrededores. 

No…, no era Benares. Pero eso mismo la hizo perfecta para nosotros durante esos días: no estábamos allí para seguir con nuestros descubrimientos espirituales, sino para encontrarnos el uno al otro. 

Sin embargo, a pesar de reaparecer la profunda comunicación y la intensa afinidad, ciertos asuntos permanecieron ocultos. Él no me hablaba de su relación con las mujeres y yo no le conté mi tragedia. Y las explicaciones que había prometido dar sobre su  extraño comportamiento en Satyavanam, nunca las dio del todo, excepto mediante vagas alusiones: “estaba pasando un mal momento”, “el malestar estomacal fue terrible”  o “a veces la confusión me enfada y me paraliza”. 

Pero en verdad, yo no las necesitaba más: Joan me prodigaba su cordial atención todo el tiempo y abiertamente deseaba iniciar una relación amorosa conmigo. 

Y como desde la muerte de mi marido me había convertido en una especie de monja, la inminencia del encuentro íntimo con él creaba en mí un cúmulo de ansiedad. De  nuevo la ansiedad, aunque ahora era deliciosa: me sentía como una virgen que va a hacer el amor por primera vez. 

Y así pasaron algunos días…  Con morosidad nos acercábamos a eso que iba a ocurrir (ambos lo sabíamos), pero que ninguno parecía querer precipitar. No sentí que Joan me presionara ni que tuviera urgencia, aunque manifestaba su deseo… Suaves caricias en mis hombros y en mi cuello… Miradas intensas… O pequeños actos tontos, como levantar mi pie para mirar la tobillera de plata mientras decía: “¡qué sensuales son las tobilleras!” 

Fue fluyendo, suave y amorosamente, hasta que una noche sucedió... 


Habíamos estado conversando en el balcón de nuestro piso en el hotel, sentados plácidamente bajo un cielo colmado de estrellas. Y como cada noche, se había hecho bastante tarde. 

Agotamos la conversación y después de un rato en silencio, me despedí y me levanté para ir a mi cuarto. 

Entonces Joan se levantó también,  y cerrándome el paso me abrazó. 

Fue un abrazo poderoso, vehemente..., acompañado por caricias y susurros. 

Después me besó largamente, apasionadamente… Con ardor, pero también con ternura.  

Y estuvimos besándonos…, hasta que unas voces indicaron que alguien se acercaba. 

Joan me miró y preguntó: 

—¿Tu habitación o la mía?

Preferí la mía, y no el desorden de su cama siempre cubierta de cosas. Y fuimos hasta mi puerta tomados de la mano. 

La intensidad de esos momentos…, mientras caminábamos con lentitud hacia mi cuarto…, su mano y mi mano fuertemente apretadas. 

Apenas entramos, Joan se precipitó sobre la cama y tiró de mí hasta que caí a su lado. 

La emoción no impedía que me sintiera en un curioso estado de atención: el tiempo se había lentificado y yo era consciente de cada gesto, de cada movimiento, no sólo en él sino también en mí. 

Sentí la proximidad de su cuerpo…, su respiración agitada…, su deseo y mi deseo…, su pasión y mi alegría… Todo eso mientras él, con dificultad, intentaba quitarme el sari.

Tuve que ayudarlo…


Estuvimos horas haciendo el amor, aunque de a ratos nos deteníamos… Joan se levantaba y servía agua para los dos, o buscaba en el cesto que había sobre una mesita un mango y se lo comía,  o prendía un sahumerio. 

Y yo no podía dejar de mirarlo… La luz pálida del velador y luego la del día que comenzó a filtrarse entre las cortinas, me dejaban ver a un Joan de piel muy blanca y huesos prominentes, con algo muy masculino en su largo cuerpo anguloso. 

Casi no hablamos durante esa inolvidable noche… Y su apasionamiento me sorprendió: era otro Joan secreto el que se revelaba, escondido detrás de sus modales sosegados y amables.

Al amanecer él se durmió: su cabeza sobre mi pecho, sus brazos ciñéndome y sus largas piernas envolviendo las mías. 

Miré su rostro, instantes atrás enardecido y ahora dulce y pacífico… ¡Me pareció tan bello!...  Algo digno y gentil emanaba de su rostro dormido.

 Estuve un  rato larguísimo mirándolo y después me dormí yo también. 


Perdidamente enamorada. Adiós a Nainital

 

Ese día continuó como en un sueño…  Los días siguientes también… 

Y todas las imágenes que tengo de esos días están ligadas a él: Joan mirándome…, besándome…, abrazándome…, hablando…, comiendo… 

Él…,  él…, él… 

Siguió pagando las dos habitaciones, aunque dormíamos en la mía. Y no hacíamos otra cosa que conversar y hacer el amor. O caminar hasta los restaurantes, cuando el cuerpo nos pedía algo más que amor y conversación. 

También caminábamos alrededor del lago, como otra pareja más entre las numerosas que había, besándonos y abrazándonos con discreción, porque en la India no es bien visto hacer demostraciones de afecto en público, ni siquiera por parte de los recién casados. Y queríamos respetar en todo las costumbres indias. 

De vez en cuando lo echaba de mi habitación…

—Necesito ducharme y cambiarme a solas —le decía, ya que la ducha de a dos terminaba siempre en la cama. 

 Algunas veces, durante el día, íbamos a su cuarto y hacíamos el amor allí, sobre la cama o sobre la alfombra que había en el suelo. En esas ocasiones, después de amarnos, me levantaba y lo dejaba dormitando. Me iba a mi cuarto a dormir yo también, porque con él a mi lado el descanso no era el mismo: me despertaba a menudo y me quedaba mirándolo. 

 A Joan le gustaba que me pusiera los saris y durante esos días sólo me vestí con ellos. Y le gustaba que usara el cabello suelto. Y que me dejara puesta la tobillera de plata  cuando hacíamos el amor. Y que me perfumara con una loción de sándalo que me había regalado… 

 Y yo hacía todo lo que a él le gustaba… 


Así pasamos tres semanas… 

Y me cuesta creer que fueron solamente tres semanas. Podrían haber sido muchas más, o muchas menos. Para mí fue como un solo y mágico espacio de tiempo, en el cual lo único que existía éramos él y yo…  

 Pero una mañana, al despertar, Joan me confesó que estaba harto de Nainital y que podríamos ir a otro lado, proponiendo que siguiéramos viajando juntos. Su intención era visitar lugares asociados al Budismo: estaba muy budista desde su retiro. 

Para mí todo estaba bien, si él continuaba cerca…  

Y aunque hubo un cambio en nuestra relación después de irnos de Nainital, sentí que ésta crecía hacia algo de cierta persistencia. Hacer el amor dejó de ser el eje, aunque nuestras noches continuaban siendo intensas. La búsqueda espiritual de ambos pareció converger y juntos nos zambullimos en el mundo del Buda. 



 


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