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Esta es la tapa virtual

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Diario y Capítulo 4

 Diario de Moira. Ashram de Sri Ramana Maharshi


14 de enero, medianoche

  Hoy por la tarde fuimos a Skandashram en grupo, con gente que ya conocía y algunos recién llegados.

   Skandashram está sobre una de las laderas de Arunachala. Cuando entramos y vi la pequeña cueva sentí una emoción inmensa. En ese lugar Sri Ramana vivió ‒en compañía de su madre y varios discípulos‒ después de abandonar la otra cueva, Virupaksha,  donde había pasado muchos años. 

  Se trata de una vivienda muy sencilla, con la pequeña cueva dentro. Imaginé al Maharshi pasando la mayor parte de su tiempo allí, dentro de ese pequeño espacio, y me pareció absolutamente extraordinario. 

 En una de las habitaciones la madre de Sri Ramana abandonó este mundo. Ahora es un cuarto despojado de objetos, con las paredes blancas. Allí nos sentamos a  meditar.

  Y entré en meditación de un modo casi instantáneo… Mi absorción fue tan completa que cuando sonó la voz de uno de mis compañeros diciendo que teníamos que irnos, me llegó como algo lejano… y continué sentada. 

   Pero alguien me sacudió, casi me obligó a levantarme (creo que era el alemán), mientras decía que debíamos irnos, pues era casi de noche. 

   No me había dado cuenta del paso del tiempo y los seguí sin demasiadas ganas… 


15 de enero, por la noche

   Hoy, después del almuerzo, Hanuman me propuso que fuéramos a visitar a Swami Satyananda*, quien sirvió al Maharshi durante cuatro años, hasta su desencarnación, y que permaneció catorce años en silencio después de la misma.  

   Ya sabía que todos iban a visitarlo, pero si no hubiera ido con Hanuman no me hubiera atrevido. Es que después de días sumergida en el pensamiento y la energía del gran místico, lo reverencio como hacen todos, y visitar a alguien que lo trató de cerca  me intimidaba enormemente. 

   Pero la verdad es que me encontré con un monje muy accesible, amable y humilde, quien igual que su maestro habla poco, más bien se expresa con gestos y sonrisas, y que no parece cansado de responder siempre a las mismas o parecidas preguntas, ya que todos le piden que cuente acerca de Sri Ramana y de lo que significó estar tan cerca de él. 

   En su pequeña morada hay un altar lleno de retratos e imágenes, no solamente de Baghavan sino de otros místicos, incluso dos imágenes de Jesús Cristo. 

   Insistió en ofrecernos agua para beber y parecía contento por nuestra visita. Estuvimos como media hora. Yo quería irme a los cinco minutos, para no molestarlo demasiado, pero Hanuman se explayó en una larga conversación.  En realidad, casi habló él solo: Swami Satyananda únicamente asentía o sonreía o efectuaba algún gesto de afirmación o negación.  Sólo de tanto en tanto dejaba deslizar una frase. Como cuando comentamos nuestra subida a Arunachala… Entonces dijo: “Arunachala es el cuerpo de Shiva, es pura sabiduría, es el Ser”, una frase que (como me explicó después Hanuman) era algo que Sri Ramana siempre decía. 

  Como ocurre con casi todos los indios y sobre todo cuando son monjes, es imposible deducir su edad. Parece todavía joven, pero hice cálculos, y dado que Baghavan desencarnó en 1950, el Swami no puede ser tan joven. Sin embargo, lo parece.  

  Cuando nos retiramos, nos abrazó. 


  Y ahora es de noche y no tengo sueño… Continuaré con mis recuerdos, con mis recapitulaciones… Voy a recordar la primera visita a Madrás, cuando me hice amiga de una mujer hindú  y tuve una curiosa experiencia en la Sociedad Teosófica. 


 


Capítulo 4


Madrás. Conozco a una señora hindú

        

  Cuando llegué a Madrás y descendí del ómnibus, busqué una oficina turística. Allí me asesoraron y me mostraron varias tarjetas y folletos que correspondían a diferentes hoteles. Elegí uno de precio razonable, cuya fotografía me gustó. 

  Madrás es una ciudad muy grande, y mientras el taxi me conducía por las amplias avenidas, entre muchos otros vehículos que circulaban, no dejé de preguntarme: ¿qué voy a hacer en esta gran ciudad? 

   El hotel era antiguo y la habitación  ‒en un primer piso‒ muy espaciosa, con elegantes muebles de otra época. Tenía un balcón que daba a un jardín interno igualmente antiguo, con fuentes y plantas que parecían sobrevivir al tiempo y al poco cuidado. Deduje que el hotel había tenido un pasado de esplendor, en la época del imperio británico, pero ahora, con los deterioros de su edad y la construcción de hoteles más modernos, había pasado a una inferior categoría. 

  Permanecí toda la tarde de ese primer día en mi habitación, asomada a la ventana que estaba en la pared opuesta al balcón y daba a una calle transversal, afortunadamente poco ruidosa, pero que me permitía avizorar una gran avenida y sus movimientos. Me hice traer la cena de un restaurante cercano: un arroz con vegetales, muy especiado. Y me fui a dormir temprano, preguntándome qué hacer y adónde ir a partir del día siguiente.


   Me desperté temprano, pedí que me trajeran el desayuno, y acomodé un par de muebles para tomarlo en el balcón. Me trajeron una jarra de café, otra de leche, y diferentes delicias que eran como panqueques y pastelitos, muchos de ellos dulces, con gusto a coco y almendras. 

    Mientras consumía el exquisito desayuno, sentada sobre un cómodo sillón de mimbre y contemplando el antiguo jardín, advertí de pronto a otra persona en un balcón cercano al mío. Era una señora hindú de edad mediana, vestida con un sari de gasa color ambarino. Estaba de pie y apoyada sobre la balaustrada de piedra, mirando a unos gatitos que jugaban sobre el césped. En algún momento se giró hacia mí y me saludó con el tradicional namasté, que respondí de igual manera. Tenía un rostro agraciado, con grandes ojos almendrados, y llevaba su renegrido cabello recogido en la nuca con un rodete. 

   Hizo un comentario sobre los gatitos… y enseguida me preguntó: 

—¿De dónde eres?

  Me pareció que no era apropiado responder desde el sillón y me levanté, apoyándome también sobre la balaustrada. Los dos balcones estaban muy próximos y debido a eso  pudimos conversar cómodamente. Su inglés era correcto aunque con fuerte acento, sus gestos amables y delicados: me pareció una mujer fina y educada.   

    Supe que era viuda y que había venido a Madrás para pasear, aprovechando que viajaba uno de sus hijos para ocuparse de unos asuntos. Su nombre era Radha y vivía en una pequeña ciudad de la región. De entrada mostró interés en entablar relación conmigo y en ir juntas de paseo, lo cual acepté con entusiasmo. Me dijo que su hijo estaría ausente por algunos días y que para ella sería muy agradable disfrutar de Madrás en compañía de otra señora.   

   El resto de esa mañana seguimos conversando desde nuestros respectivos balcones y  empezamos a hacernos amigas, al menos tanto como una mujer occidental puede serlo de una mujer hindú. Las diferencias en nuestras costumbres, tan ceñidas a reglas antiquísimas en el caso de ella y tan liberales en el mío, me hacían ser prudente al hablar, temiendo decir algo que pudiera ofenderla o molestarla. 

   Radha sugirió varios sitios para visitar, como museos y estudios cinematográficos, diciéndome con orgullo que la industria del cine era muy importante en la India y que Madrás era una meca del cine casi tan importante como Bombay*. 

   Le confesé que en realidad no me interesaban demasiado los museos ni el cine, sino los ashrams y los lugares sagrados. Mi confesión pareció agradarle… Y dijo que entonces podría interesarme conocer la Sociedad Teosófica y que con gusto me acompañaría en esa visita, la cual planificamos para el día siguiente. Añadió que para ella también sería la primera vez y que lo único que sabía acerca de la Sociedad Teosófica era que había sido fundada por una aristócrata rusa y unos ingleses a fines del siglo pasado. Yo tampoco sabía gran cosa acerca de la Teosofía, aunque mi maestra de hatha-yoga nos había mencionado alguna vez a la aristócrata rusa, Madame Blavatsky. 

     Por la tarde, de nuevo desde su balcón, Radha me dijo muy contenta que había hablado con el dueño del hotel ‒una persona muy culta‒ y que él tenía más información sobre la Teosofía que nosotras y estaba dispuesto a comunicárnosla.

   Un rato después nos encontramos en el vestíbulo, bajamos juntas por la escalinata de mármol y golpeamos la puerta del despacho del dueño y gerente.

   Se trataba de un hombre joven, muy amable, quien había heredado el hotel de sus padres y abuelos. Nos convidó café y nos introdujo con algunas explicaciones al paseo del día siguiente.

   Manifestó que la Teosofía es un movimiento espiritual que busca el conocimiento de la Verdad, de la Realidad Última, mediante un trabajo interno que lleve a la iluminación*. Predica la unión de las religiones, la fraternidad universal y la evolución como meta de los seres humanos.

   Estuvimos como una hora en su despacho, saboreando un exquisito café tras otro, y yo quedé encantada. ¿En qué país un dueño de hotel iba a dedicar una hora de su tiempo para explicar los pormenores de una escuela espiritual a dos señoras hospedadas allí?...  Solamente en la India. 

  Esa noche compartimos con Radha la cena, en un salón con antiguas mesas y con sillas y sillones tapizados en suntuosas telas de color desvaído. Para Radha el haberme conocido era un acontecimiento, y a cada rato expresaba cuán contenta y agradecida estaba de que yo la honrara con mi amistad. 

 

Visita a la Sociedad Teosófica. Me sucede algo muy curioso.  

La fe de Radha y mi escepticismo 

  

  Al día siguiente vino a buscarnos un taxi recomendado por el dueño (taxi que desde ese día fue nuestro vehículo oficial), y fuimos juntas hasta Adyar, en las afueras de Madrás.  

   Radha llevaba un hermoso sari de seda color azul, cuyas orillas estaban bordadas con hilos plateados, y muchas joyas: pulseras en sus brazos, un largo collar y pendientes en sus orejas. Elogié los pendientes, hechos con elaboradas filigranas y turquesas incrustadas. Y me sentí vulgar con mi kurta de color ocre y los flojos pantalones de algodón. Era ropa cómoda y fresca, pero carente de belleza y elegancia. 

   Siguiendo un impulso, se lo confesé… Ella sonrió y me aseguró que ya lo solucionaríamos, porque me ayudaría a mejorar mi vestuario. 


   El sitio donde está la Sociedad Teosófica me sorprendió por lo enorme y hermoso. Después de pasear un rato por los jardines, espléndidos y muy cuidados, nos dirigimos al edificio central, grande, antiguo y señorial. 

   Al entrar a uno de los salones, me llamó poderosamente la atención un retrato. Y mientras Radha iba a la recepción, para preguntar si se podía visitar la biblioteca,  me acerqué al retrato…

   Era la imagen de una mujer de edad mediana, con ropa de principios de siglo. Un rostro agradable, que expresaba dulzura y fuerza a la vez, y que me miraba desde otro espacio, desde otro tiempo…

   Tuve la fuerte sensación de que la conocía… Fue una sensación intensa, poderosa… Y me quedé inmóvil, demudada frente al retrato, contemplándolo…   

   Enseguida apareció Radha, acompañada por una señora hindú bastante joven pero con el cabello completamente blanco. Al preguntarle de quién era el retrato, nos dijo que era de Annie Besant, quien había sido presidenta de la Sociedad Teosófica durante un largo período. Y a mi pedido, nos contó brevemente su vida...

   Después de muchos años como activista política de izquierda, feminista, escritora y oradora (en su país de nacimiento, Inglaterra), Annie Besant conoció a Madame Blavatsky, se convirtió a la Teosofía, vino a la India, y aquí continuó su gran actividad y participación en numerosas causas, no sólo espirituales y educativas, sino también políticas, siendo una ferviente luchadora por la independencia de la India. 

   A continuación, la señora del cabello blanco nos preparó para la visita que haríamos a la biblioteca, enumerando los increíbles tesoros que albergaba.

   Pero yo no podía escucharla: en un extraño estado seguía contemplando al retrato... Esa imagen despertaba en mí sentimientos de reconocimiento y respeto, de cariño y añoranza… 

  Como las dos señoras me apremiaban, tuve que seguirlas, aunque mis deseos eran seguir frente al retrato, mirando ese semblante que sentía haber visto innumerables veces.

   Fuimos a la biblioteca, la cual contenía no sólo un número inmenso de libros acerca de todas las religiones, sino ejemplares únicos y antiguos de textos sagrados. 

   Después volvimos a pasear por el parque, donde los senderos se abren paso a través de una vegetación exuberante, con altos árboles frondosos y monumentos esculpidos en piedra por todos lados. Esparcidos por la vasta extensión, de la cual solamente vimos una parte, hay templos de todas las religiones. 

   Acompañé a Radha en ese paseo por los jardines, pero mi mente y mi corazón continuaban en el edificio central, frente al retrato de Annie Besant. Y trataba de encontrar explicaciones lógicas, como la de haber visto la foto de ella en alguna publicación u otras parecidas. Sin embargo, era poco probable que el haber visto su foto previamente pudiera producir esos sentimientos en mí. 

  Cuando llegamos al hotel, rechacé la invitación de Radha para cenar juntas y me fui a dormir, aunque todavía era temprano. 


  A la mañana siguiente me desperté al oír la voz de Radha que me llamaba desde su balcón, para invitarme a tomar café en su cuarto… 

  Su habitación era muy parecida a la mía, con una mesita junto al balcón y dos cómodos sillones de mimbre, en los cuales nos acomodamos.

  Mientras bebíamos el café, Radha me pidió permiso para preguntarme algo: 

—Anoche estabas rara… ¿Te sentías bien?... Me parece que algo te pasó en la Sociedad Teosófica… ¿Me equivoco?

   Su intuición y su pregunta fueron un alivio para mi desconcierto y le conté lo que me había pasado… 

   Ella no pareció sorprenderse. 

—¡Qué hermoso! —exclamaba repetidamente mientras me escuchaba, moviendo la cabeza y uniendo sus manos frente al pecho.   

   Cuando terminé mi relato dijo:

—Moira, esto es muy claro… Has conocido a Annie Besant en tu vida anterior, es posible que hayas estado en la India entonces y por eso has vuelto ahora, para reencontrarte con los lugares y recordar. O a lo mejor la conociste en Inglaterra, fuiste inglesa en esa vida, y eso explica tu atracción por esa lengua, hasta el punto de que la enseñas. 

   Expuse mis dudas, mi escepticismo…

   Ella me escuchó en silencio y luego pareció ausentarse por unos segundos… Sonreía ligeramente, con sus grandes ojos oscuros mirando hacia adentro, mientras tironeaba una hebra de su cabellera...

   Después me miró con una gran sonrisa y muy emocionada afirmó:

—¡Moira!... Sé, mi corazón me lo dice, que has estado en la India en tu vida anterior,  has conocido a Annie Besant entonces y por eso la has reconocido ahora… 

   Todo parecía perfectamente natural para ella: estaba muy contenta por mi reminiscencia y convencida de que este viaje obedecía a un impulso muy profundo en mí por volver a los lugares que había conocido estando en otro cuerpo. 

   Pero yo seguí perpleja… La reencarnación era para mí una incógnita a develar, una idea a investigar… La absoluta certeza de Radha me maravillaba: hubiera deseado sentir y pensar como ella. Pero no era fácil: ella había crecido con esa creencia, yo no… Y era casi imposible obtener pruebas que la confirmaran como un hecho real.

    Eso le dije a Radha un rato después, cuando nos encontramos para almorzar juntas en el salón del hotel.  

   Ella me miraba sonriente, casi divertida.

—¡Mi querida amiga!... ¿Qué mejor prueba necesitas que lo que has sentido al ver el retrato?... ¿No es esa prueba suficiente?... Además, sí que hay otra clase de pruebas… Muchas veces leí, en nuestros periódicos, historias de niños que habían recordado su vida previa, y que al ser llevados al lugar donde aseguraban haber vivido, reconocían a sus familiares y a los objetos que les habían pertenecido. 

  Respondí que no cuestionaba lo que le sucedía a otros, sino lo que me había sucedido a mí: lo que había sentido no demostraba nada, a lo mejor me imaginaba cosas, y una prueba se basa en datos y no en sentimientos. 

  Ella me escuchó en silencio, con una mirada de resignación… y ya no hablamos más del asunto.

   Pero yo decidí volver a la Sociedad Teosófica antes de irme de Madrás, para comprobar si de nuevo sentía lo mismo. 


  Todavía tenía los libros que había comprado en Pondicherry. Pensaba mandarlos por correo a la Argentina, porque eran un gran peso adicional, pero aún no me había ocupado de ese trámite. Fue una suerte, porque entre ellos había un libro de Sri Aurobindo donde hablaba de la reencarnación. 

    Entre otras cosas decía:

“En la muerte, el cuerpo mental se desintegra y vuelve a la mente universal, lo mismo que el cuerpo vital. Sólo el ser psíquico permanece, porque es eterno… En la muerte el ser psíquico se retira a descansar hasta un nuevo nacimiento…” 

 Sri Aurobindo afirmaba la verdad de la reencarnación. Sin embargo, a pesar de esa lectura, mis dudas continuaron.

  

Cine, comidas y compras 


   Los días siguientes continué compartiéndolos con Radha…

  Al darme cuenta que ella deseaba disfrutar de las atracciones propias de una gran ciudad, renuncié a visitar templos y ashrams, y acepté que mi amiga programara nuestras salidas. Íbamos al cine y a comer, cada vez en un restaurante distinto. Nuestro taxi oficial ‒cuyo conductor y dueño era un señor muy amable y formal‒ nos llevaba y nos traía; y aunque yo hubiera podido caminar e incluso tomar un autobús, eso no parecía encajar en las costumbres de Radha. 

   También íbamos de compras y yo me divertía mucho viendo como ella regateaba con los vendedores, hasta conseguir un precio para lo que compraba muy distinto al que le habían pedido. 

   Vimos películas que despertaban gran entusiasmo en ella y sorpresa en mí, porque el cine de la India es muy diferente al cine de Occidente. Eran películas larguísimas, con bastante acción y mucha música, canciones y danza. La tragedia se mezclaba con la risa y el romance con las intrigas. Había villanos excesivamente malos y venganzas que se transmitían de padres a hijos o de vida en vida. Y siempre una o varias historias de amor completamente castas, donde los enamorados no sólo no se besaban sino que casi no se tocaban. Pero también estaban presentes la religión y los valores, y aparecían personajes que se sacrificaban de un modo inconcebible por sus padres o hermanos o amigos.

   Como las películas no tenían subtítulos en inglés, Radha tenía que explicarme lo que pasaba mientras las veíamos, cuchicheando para eso en mi oído. Recién en el intervalo (que siempre había, porque eran larguísimas) me contaba mejor como era la trama, y sólo cuando la película terminaba y salíamos del cine, me enteraba por completo y con detalles de la historia. 

   Mi amiga sentía un poco de culpa debido a esto y me repetía que estaba dispuesta a renunciar a las películas, si para mí era una molestia verlas de ese modo. Pero me gustaba ir al cine, a pesar de ese inconveniente, porque era una manera de conocer la cultura del país, y si no hubiera sido por Radha jamás me hubiera sentado delante de una pantalla.

    Ella era una apasionada del cine y conocía muy bien a los actores y actrices. Después de verlos en las películas, me contaba acerca de ellos y sus vidas privadas, y sus comentarios me hacían pensar que los seres humanos no somos tan distintos, a pesar de nuestras diferencias culturales. 

   En los restaurantes, orientada por una experta en platos y sabores, pude apreciar la delicadeza de la cocina hindú y sus variados condimentos. Radha me ayudaba a elegir y además del infaltable arroz, aparecían muchos recipientes con leguminosas y vegetales. También me enseñaba a reconocer las especias: gengibre, fenogreco, comino, coriandro, coco, cardamomo… Para mí no había grandes diferencias de un restaurante a otro, pero ella se complacía en comparar las sutiles variaciones en la preparación del mismo plato, destacando éste o aquél condimento y la mayor o menor pericia del cocinero. 

   En cada salida Radha usaba un sari diferente, de gasa o de seda, y se ponía sus joyas de elaborados diseños: aros, collares y pulseras, de nácar, oro y plata, con piedras preciosas y perlas.  

   Yo admiraba sus saris, y fiel a la promesa que me había hecho en nuestra primera salida, me ayudó a mejorar mi vestuario.  

   En una tienda muy bien surtida compré dos saris: uno de fina batista estampada, en suaves tonos del celeste, y otro de seda verde esmeralda con guardas en dorado, para ocasiones más elegantes. Este último era bastante caro y dudé antes de comprarlo, pero Radha me animó, diciendo que la seda era de calidad y que me quedaría muy bien. Luego fuimos a otro negocio, donde asesorada por mi amiga compré telas al tono de los saris para confeccionar las blusas. 

   Al día siguiente fuimos a lo de una modista, recomendada por el dueño del hotel. Ella me hizo la enagua, de blanco y suave algodón, y las dos blusas para mis saris, siguiendo el estilo habitual: mangas cortas, escote redondo, y tan breves que una ancha franja antes de mi cintura quedaba al descubierto.  

   Pero lo más interesante fue aprender a ponérmelo…

   Ese día teníamos planeada una salida completa: compras, cine y cena, y Radha sugirió que estrenara uno de los saris. Hubo ciertos titubeos por mi parte: imaginaba que al caminar se me iba a caer o que yo iba a caer por pisar la tela, que llega hasta los tobillos; y también imaginaba que la gente me miraría mucho, censurando que me vistiera como las mujeres del país. Pero ante la insistencia de Radha me decidí.

  Llevó un largo rato aprender a ponérmelo: cómo envolver los seis metros de tela alrededor de mi cuerpo, sujetándola sobre la enagua y haciendo los pliegues adecuados; y cómo colocar el trozo de tela restante sobre la cabeza o sobre los hombros.  

    Radha peinó mi cabello castaño en armonía con el atuendo (un rodete en la nuca) y me pintó el tradicional bindi*, una marca redonda entre las dos cejas, usando para eso una pasta de color rojo, con perfume a sándalo, que llevaba en un pote diminuto.  

  Luego, muy satisfecha, dio varias vueltas a mi alrededor, palmoteando y exclamando:

—¡Se te ve tan bella, el sari es perfecto para ti!

   Al mirarme en el espejo,  me gustó lo que veía: casi parecía una hindú. 

   Esa tarde nos paseamos por las calles más céntricas de Madrás… A pesar de mis temores, me moví con seguridad y no me pareció que me miraran demasiado: no mucho más que las miradas habituales. Como me dijo Radha, para las mujeres de la India no está mal visto que una mujer occidental se vista como ellas. Más bien lo contrario: es una manera de honrar sus costumbres, una manera de apreciarlas, y eso les gusta. 


Últimos días junto a Radha  

El matrimonio entre los hindúes. Las viudas


   Lamentablemente, antes de lo que yo hubiera deseado llegó el hijo de Radha, un joven tímido y reservado. Y ella me anunció que partiría un par de días después. 

  Ya no salimos, pero conversamos más que nunca… Y la víspera de su partida,  mientras ella preparaba sus maletas y yo le hacía compañía, me animé a preguntarle algo que deseaba saber desde que la conociera, pero que no me había atrevido a preguntar hasta entonces.  

   Me asombraba el hecho de que en la India los matrimonios son concertados por los padres y otros familiares, a menudo con el asesoramiento de astrólogos y numerólogos. Me costaba creer que eso diera resultado. Y aunque ya sabía que Radha se había casado siguiendo esa usanza, no habíamos conversado demasiado acerca de su vida matrimonial y de su mayor o menor felicidad durante la misma. Dada mi prudencia, nunca le había hecho preguntas, pero ahora no podía dejarla partir sin hacérselas. Y le pedí que me dijera, con sinceridad, si había sido feliz en su matrimonio, teniendo en cuenta que había sido una decisión familiar. 

   Ella dejó de acomodar su ropa, se sentó frente a mí, y me aseguró que si bien se había casado de la manera tradicional, el suyo había sido un matrimonio muy feliz y su esposo el más bueno, generoso y cariñoso que hubiera podido desear. 

—Él era bastante mayor que yo y murió antes de lo que hubiéramos esperado… Cuando sucedió yo era joven y mis hijos pequeños aún. Entonces mis hermanos ‒ya no vivía mi padre‒ me sugirieron volverme a casar, aunque no es lo que se acostumbra, pero dada mi juventud les parecía lo más conveniente… La tradición establece que una viuda no vuelva a casarse, pero ya sabes que mi familia es culta y de mentalidad abierta, y que mis hermanos admiran a Occidente… 

—¿Y entonces…?

—Yo no quise volverme a casar… —dijo mi amiga, mientras sus ojos se humedecían.

   Quedé estupefacta… 

—¿Cuántos años tenías?

—Treinta y dos... Era joven y hermosa, pero no quise otro esposo… Él también era un hombre culto y de mentalidad abierta, y desde el primer día me mostró un gran respeto, haciéndome saber que me deseaba no sólo como esposa y madre de sus hijos, sino también como amiga y compañera… Y eso fuimos siempre… Mi amor por él fue creciendo con el tiempo y fue muy triste para mí cuando él enfermó y murió… Por eso, no pude concebir otro esposo para mí…, no en esta vida…  

  Y asomaron más lágrimas en los ojos de Radha… y también en los míos, porque lo que me contaba era conmovedor… 

  Yo quería saber más, pero su llanto silencioso continuaba, así que le dije que la iba a invitar con una merienda y la dejé a solas por un rato. 

  Bajé a la recepción, donde pedí que nos trajeran café y cosas dulces de alguno de los bares cercanos. Y me quedé allí, esperando…

   Cuando llegó el café, Radha se había calmado y nos sentamos a la mesa. Entonces le pedí que me contara más cosas sobre el matrimonio en la India...

   Supe que hoy en día es mayor la disponibilidad por parte de las familias para que los jóvenes intervengan en la decisión y para que se conozcan más antes del matrimonio. 

   Y supe más acerca de las viudas, porque como me contó Radha, muchas mujeres no sienten como ella y desean volver a casarse, pero no se les permite. 

—Entre los hindúes muy ortodoxos, hasta la comida de una viuda está regulada… Y si ella desea volverse a casar, los familiares lo impiden, por el temor a lo que dirán los demás o por motivos relacionados con la herencia familiar… Cuando la viuda es pobre, es habitual que sea arrojada del hogar por su familia política. Y si su familia de origen tampoco está en condiciones de recogerla, termina viviendo en situación muy precaria, como mendiga si es anciana o algo peor si es joven…

  Y con espanto, entendí que ese “algo peor” significaba “prostitución”.

  Luego Radha me aclaró que, si bien no quiso volverse a casar, no respetaba del todo las antiguas costumbres: continuaba usando joyas y saris hermosos, cuando lo normal es que una viuda no lleve adornos, se vista con un sari completamente blanco, e incluso se rape la cabeza. 

  La conversación de esa tarde me tuvo reflexionando durante varios días… Y mi  conclusión fue que estamos totalmente condicionados por nuestra cultura. Si muchos de los matrimonios concertados son uniones felices (porque Radha me aseguró que su caso no era una excepción, sino algo bastante común), es porque en la India la gente está condicionada para eso: desean honrar ese sagrado vínculo y ponen todo su esfuerzo para que la unión funcione… hasta que la muerte los separe. 

  

  Esa noche nos despedimos.

  Radha me invitó a visitarla, me pidió que le escribiera, y me regaló uno de sus pares de aros. Primero me negué: eran los pendientes de plata con turquesas y me parecía excesivo un regalo así, pero ella insistió mucho, y al darme cuenta que mi negativa podría ofenderla o entristecerla, los acepté. 

  Fue una despedida muy afectuosa. 


                                       Segunda visita a la Sociedad Teosófica 


   Después de la partida de Radha, me dediqué a caminar y a visitar librerías. Y      encontré algunos textos en inglés acerca de la Teosofía y de Annie Besant, cuya autobiografía compré y empecé a leer de inmediato… Su vida despertó mi admiración: había sido una mujer muy fuerte e interesante, muy avanzada para su época. 

  Cuando terminé el libro, me sentí lista para visitar de nuevo la Sociedad Teosófica. Esta vez iba preparada y llena de razonamientos… Aunque la reencarnación fuera un hecho, no me parecía fácil tener recuerdos de otras vidas, cuando a menudo nos olvidamos de cosas importantes acaecidas en ésta. 

  Hice todo el viaje repitiéndome esta idea y otras parecidas, en el taxi de siempre,  cuyo conductor era ya casi como un amigo. Cuando  estábamos llegando,  le pregunté si creía en la reencarnación.

  Mirándome por el espejo retrovisor, mientras movía la cabeza de un modo que es muy común entre los indios (un movimiento de balanceo horizontal que equivale a una afirmación), exclamó con un tono que indicaba sorpresa ante mi pregunta:

—Por supuesto, señora… ¡Cómo no voy a creer en la reencarnación!

  No seguí conversando con él porque ya estábamos junto a la entrada. Y al preguntarme si volvía más tarde a buscarme, como hacía siempre cuando paseábamos con Radha, le respondí que me esperara, porque la visita iba a ser muy breve. 

  Y me dirigí al edificio central: sólo quería ver el retrato. 

  Pero estaba algo nerviosa, así que primero me senté durante algunos minutos a la sombra de un árbol,  haciendo pranayama para relajarme. 

  Ya más tranquila me acerqué y entré, pensando que esta vez no iba a sentir nada.  

  Pero, ¡oh, agradable decepción!... Volví a sentir lo mismo y con tanta fuerza como la primera vez. 

   Ese rostro amable e inteligente no me era extraño… No tuve dudas mientras la miraba… La conocía… y sentía por ella un profundo y respetuoso afecto. 

   Me fui de la Sociedad Teosófica en un estado casi extático… y sin dudas. 

   Y esa noche dormí muy poco, tratando de imaginar cómo habría sido esa vida, cuando conocí a Annie Besant. 

   Pero con el pasar de los días perdí esa convicción, volví a dudar… 



                 


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